Comer de la basura, el drama del hambre en los venezolanos más pobres

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El camión de la basura frena y Rebeca corre hacia el contenedor para hurgar las bolsas. Es su carrera diaria contra el hambre, que tiene a muchos venezolanos viviendo de sobras.

Antes de que los desechos sean triturados, revisa veloz y encuentra un poco de pasta. Rebeca León tiene 18 años, está terminando secundaria y vive en el barrio popular de Petare, en una casa que pese a su miseria cuenta con servicios básicos.

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Un hijo de dos años desnutrido, una madre discapacitada y semanas «a punta de agua» la lanzaron hace seis meses a las calles de sectores acomodados para buscar comida en la basura.

«Mi mamá no lo quería aceptar, pero qué más se hace con lo mal que está el país. Se iba a morir de hambre, se le veían los huesos. Mi hijo se me estaba desnutriendo», cuenta a la AFP.

Su rutina es agobiante. Estudia en las tardes y del colegio sale a cazar carros recolectores y a escarbar desperdicios en restaurantes, de donde saca restos de pollo, pan, pescado o queso.

Duerme en la calle y vuelve a casa en la mañana para limpiar lo que recogió, descansar y echar a andar de nuevo el engranaje.

«Vivimos de la basura»

Esta joven morena de ojos vivaces dejó la vergüenza a un lado para sobrevivir a una angustiosa crisis donde escasean 68% de los productos básicos y la inflación crece incontrolable (según el FMI llegará a 1.660% en 2017).

«Lloraba porque me sentía humillada. Ya no le paro (no me preocupa), porque si no trabajas o buscas algo en la basura, no comes», dijo mientras aguardaba un camión que nunca llegó.

Con ella, unas 70 personas -incluidos varios niños- esperan los carros recolectores y se reparten el control de la basura de restaurantes.

Rebeca registra las sobras de una marisquería de Altamira. Cerca de allí, en un local de comidas rápidas, un hombre fue apuñalado hace poco en una pelea por una bolsa, cuenta un empleado.

En ese lugar José Godoy, albañil desempleado de 53 años, lame ansioso un plato desechable. Lo acompañan dos hijas de seis y nueve años que beben jugo sacado de un bote. Están anémicas. Una vez al día comen yuca o plátano.

«Me daba pena, pero una noche nos acostamos sin comer. No se lo deseo a nadie. Los niños lloraban: ‘tengo hambre’. Vendí las herramientas, todo, y por último salí a la calle. Miles vivimos de la basura», relata José, quien dice estar cansado de hacer en vano colas para comprar productos subvencionados.

Unos 9,6 millones de venezolanos -casi un tercio de la población- ingieren dos o menos comidas diarias, y la pobreza por ingresos aumentó casi nueve puntos entre 2015 y 2016, a 81,8% de los hogares, según la Encuesta sobre Condiciones de Vida. Un 51,51% están en pobreza extrema.

Al 93,3% de las familias no les alcanza para comprar alimentos, mientras siete de cada diez personas perdió en promedio 8,7 kilos de peso en el último año, detalla el estudio de un grupo de universidades.

«Yo era gordo, ahora mire: flaquito. A ella tuve que sacarla del colegio porque no podía darle comida para que llevara», dice Godoy señalando a una de las hijas, quien tímida dice que hace mucho no come carne.

Desmayados de hambre

La nutricionista Maritza Landaeta, coautora de la investigación, sostiene que 10% de las personas en pobreza extrema (unos 1,5 millones) comen de lo que les regalan familiares, o de la basura y sobras de restaurantes, exponiéndose a enfermedades.

Pero el presidente Nicolás Maduro asegura que en 2016 la pobreza en el país con las mayores reservas petroleras del mundo bajó de 19,7% a 18,3%, y la miseria de 4,9% a 4,4%, pese al desplome del crudo, prácticamente único ingreso en una economía dependiente de las importaciones.

El gobierno socialista, que atribuye la escasez a una «guerra económica», reivindica que Naciones Unidas reconoció en 2015 sus esfuerzos contra el hambre.

Además, que su programa de venta de productos subsidiados en zonas populares -creado hace un año-, beneficiará a seis millones de hogares en 2017.

Sin embargo, esas bolsas de alimentos solo han llegado dos veces a la vivienda de Rebeca, donde una nevera dañada sirve de alacena para proteger la comida de los ratones.

Con el semblante roto por el trasnocho, el hambre y la desazón por no haber hallado nada, vuelve a su barrio -el más peligroso de Caracas-, desde donde debe caminar una hora hasta el liceo por calles empinadas. Allí, cuenta, algunos compañeros «se desmayan de hambre».

«No quiero quedarme así», dice con el uniforme escolar que está ansiosa por dejar para estudiar turismo. Por ahora se alista para otra jornada de esta lucha que no vislumbra su fin.

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