La filosofía puede ser entendida como una metodología para pensar, una ideología compleja, un conocimiento inasible, un cascaron vacío, una postura pedante, una práctica etérea, una cháchara interminable, etc. Entendamos que filosofar es un hábito intelectual que no siempre redunda en algo que podemos identificar o reconocer como útil, como podría serlo una fórmula de física o un martillo aunque Nietzsche reclamaba el derecho de filosofar a martillazos. En fin, puede afirmarse que filosofía son los discursos y textos que un grupo de individuos, autodenominados filósofos, considera como tal filosofía. Es decir, puede ser todo y ser nada.
Filosofar es dedicarse a reflexionar sistemáticamente y en profundidad, acerca de saberes y situaciones para expresarse acerca de ellas.
La filosofía es una lucha permanente entre la enorme complejidad del mundo y la dolorosa limitación de las herramientas intelectuales de las que disponemos para entenderlo. Esa complejidad es de tal magnitud que es poco lo que podemos lograr sin algún esfuerzo notable, sistemático, disciplinado, persistente y, sobre todo, de muchas maneras, colectivo, pues nadie hace filosofía a partir de cero.
También requiere aceptar la posibilidad de estar equivocados, porque así nos lo demuestran o porque nosotros mismos hemos caído en cuenta de eso,obligándonos a repensar todo el camino ya recorrido.
Vivimos en tiempos en que se anuncia la muerte de todo: del arte, de la historia, del proletariado, de la revolución, de Dios, del pensamiento y del mismo hombre, ahora reducido a la condición de hombre-masa cuya conducta económica y política es fácilmente dirigida hacia los intereses de los dueños del mundo. También se ha anunciado la muerte de la filosofía y no está claro si se trata de la muerte, por inútil, del pensamiento filosófico o si se trata más bien de la aceptación de que la filosofía a nadie le interesa ya. Prefiero pensar esto último porque siempre puede presentarse una nueva generación de estudiosos que quieran recuperar el hábito de ser malpensantes.
Todos los días, quienes nos sentimos y aceptamos como personas habituadas a pensar asuntos en los que el hombre común no se ocupa, tenemos que trabajar con ahínco para establecer la supremacía del pensamiento como herramienta esencial para corregir los males y trastabilleos del mundo. Pero los resultados, a corto plazo, son escasos, en particular en esta parte dominada por unos gobernantes convencidos de que su verdad es la única verdadera y que, por tanto, tienen el supremo derecho de imponérnosla y de ignorarnos cuando les reclamamos que, tal vez, están equivocados. En realidad la razón de esta conducta dictatorial puede ser mucho más sórdida: la de mantenerse en el asalto continuado contra las riquezas de la nación. Y en la lucha contra este estado de cosas, los filósofos, los pensadores, corren el riesgo de recibir el mismo trato que recibió Sócrates: el de ser acusados de traidores a la patria y obligados a callar. A Sócrates lo lograron con su muerte, aquí muchos callan por el temor a la represión, al exilio y a la detención arbitraria, pero sobre todo, callan por simple ignorancia y desinformación.