No tengo argumentos para la esperanza y sin embargo no dejo de tenerla. Tampoco tengo para el optimismo, pero aquí está en mí vigente. Quizás todo es cuestión de fe y esta que tengo en Dios nadie me la puede arrebatar de un manotazo físico ni moral. Creo y punto. Y porque creo espero.
Arranco hoy mi artículo con esta suerte de manifiesto y se supone que, por regla periodística y, se quiere, literaria, debería continuar desarrollando el tema. Sin embargo, me salto la regla y voy a otro, ya veremos cómo enlazo ambos. En el camino se enderezan las cargas.
Sorpresivamente mi artículo anterior, “Theo Epstein”, tuvo buena acogida y entre los comentarios escojo el de mi gran amiga hebrea, Paulina Gamus, que suscitó un simpático intercambio de correos entre las dos.
Paulina: Magnífico tu artículo querida Alicia. Por cierto ese Theo Epstein es otro candidato para tu colección de judíos preferidos.
Yo: Sí, ya lo sé. No lo puse en el artículo, aunque lo pensé, porque no siempre me parece que viene al caso andar con estos señalamientos, tienen un tinte de discriminación; no andamos diciendo a todas manos Fulano de Tal cristiano, simplemente señalamos su nacionalidad u oficio.
Paulina: Los judíos somos difíciles de entender: nos encanta que se diga que alguien importante, triunfador, creativo, es judío. Pero nos molesta cuando se dice lo mismo de un estafador, ladrón, asesino, etcétera.
Ahora desde aquí le digo a Paulina que no son tan “difíciles de entender” los judíos, porque eso lo entiende cualquiera: para lo bueno, que den todas las coordenadas que nos sitúan, para lo malo, mejor que ignoren algunas.
Estoy segura de que la mayoría de nosotros siente vergüenza propia cuando nos llegan noticias del extranjero sobre alguna barrabasada que ha hecho un compatriota y mejor que no rematen su descripción con lo de judío o cristiano, porque entonces se hiere no sólo nuestra sensibilidad nacional sino también la espiritual.
No sé qué sentimientos habrán tenido otros sobre el juicio en los Estados Unidos de los sobrinitos narcotraficantes; algunos, por resentimientos políticos, hasta se habrán alegrado. Confieso que ganas no me han faltado a mí también… ¡pero no! Mi deber, ahora sí, de cristiana venezolana, es de lamentarme.
Además, sinceramente me duelen unos hombres tan jóvenes, hijos de mi patria, que en lugar de haberse preparado para un destino noble, para ser buenos ciudadanos de un país con gran necesidad de muchos, se hayan desviado y envilecido bajo el amparo, la guía y la educación de la primera pareja de la nación, precisamente quien debería ser prototipo y ejemplo de honestidad.
Y aquí vuelvo a mi tema inicial: es para sentirse desalentado y pesimista por el país de hoy y del futuro. Los desmanes se ven como lo único seguro. Los esfuerzos para la recuperación de principios parecen disolverse en diálogos inútiles. Venezuela muere… y sin embargo, Venezuela renacerá si cada uno de nosotros conserva en su corazón la fe, la esperanza y el afán de lucha.
¡Que no nos rinda el desaliento! Según cuenta Laureano Márquez, ésta es la herramienta más eficaz del demonio para atraernos a su seno.