#Opinión El Búmeran

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The Beatles Past Masters Volume II suena bajo el chorro de agua y espuma con que lavo los platos. Prefiero lavarlos con agua caliente, pero la grifería está dañada, y toca adaptarse al agua fría y a la indolencia de mi arrendador, que ahora no tiene plata para reemplazar la pieza pero sí tiene dientes y garras para cobrarme un alquiler tres veces más caro de lo justo.

Ya pasó el 1º de septiembre, y no hago sino pensar en todo lo que ocurrió y en todo lo que no ocurrió. Demasiado cansancio junto; demasiada rabia, tristeza, decepción, desesperación, inconformidad, miedo; demasiada esperanza empujando todo eso.

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“Usté tiene que darle gracias a Dios porque tiene qué comer”, me dijo una doña en una cola ante mis protestas acerca de la millonada que hay que pagar por la miseria de mercado que se puede hacer. Es verdad, y supongo que lo mismo aplica por tener dónde vivir. Estoy agradecida por no tener que dormir bajo el puente del Guardagallos; me toca adaptarme y ser creativa, y darle la vuelta a todo lo que no sirve; conseguir la posición más cómoda para que ese ladrón abusador encaje su pie en mi nuca y así mantenerme en una zona de relativo confort.  Corrijo: nos ha tocado adaptarnos y ser creativos, y darle la vuelta a todo lo que no sirve; conseguir la posición más cómoda para que esos ladrones abusadores encajen sus pies en nuestras nucas y así mantenernos en una zona de relativo confort.  Ahora no sé muy bien de quién hablo, pero más de un lector se verá identificado con cualquier opción.

Con excepciones, por supuesto, observo que el común denominador venezolano tiende a salvaguardar esa incoherente “zona de confort” para engañar a la almohada cuando esta le pregunta al final del día qué tal va todo. Las almohadas suspiran aliviadas mientras las cabezas que se posan en ellas retumban de preguntas, dudas, incertidumbres: ¿Qué va a pasar aquí? ¿Qué va a pasar conmigo? ¿Qué va a pasar con mis hijos? ¿De dónde saco para llegar al mes que viene? ¿Cómo me voy? ¿Cómo me quedo?

Todos nos merecemos paréntesis de incoherencia, especialmente aquellos obligados a tener los pies bien puestos en la tierra para poder ser el apoyo de una prole que no pidió llegar en este mal momento.  Algunos se envuelven en videojuegos, otros en caña, otros en relaciones tortuosas, otros en algún hobby creativo, muchos en alguna religión, en joder a los demás o en lo que sea, pero siempre dentro de esa zona de relativo confort para poder ser capaces de mantenerles el embuste a las ingenuas almohadas.

El primer maestro que tuve al comenzar mi práctica del budismo de Nichiren Daishonin me explicó que el karma es como una cuenta de ahorros de la que solo puedes sacar aquello que has depositado; ni más ni menos, sea positivo o negativo. Cualquier acción que ejecutemos eventualmente se devuelve, cual búmeran, a tocarnos con la misma fuerza que usamos al lanzarla. Muchos lo llaman “castigo de Dios”; otros lo entendemos como ley de causa y efecto. Lo interesante y retador de esta última es que no tenemos cómo achacarle culpas ni endilgarle responsabilidades a una tercera persona, porque el búmeran lo agarramos en primera.

El 1º de septiembre cada quien agarró su búmeran. Se midieron los vientos, las distancias, los ángulos, y ¡hala!, se fundieron cientos de miles en uno solo, axiomático, categórico, sólido, pacífico y estoico. Ese búmeran áureo está cortando ya la negrura que ha sido el techo de nuestra zona de relativo confort; nadie puede saber en qué momento se va a devolver, ni qué vientos va a traer, ni qué cabezas va a cortar, pero algo sí les digo: lo que depositamos en esa cuenta de ahorros ese día, lo vamos a recuperar intacto en el momento preciso, ni antes ni después. No hay que ser muy budista para entender que la violencia genera violencia y no soluciones. Hagamos las paces con este pobre soma que por pobre y por soma encuentra placer y alivio inmediato en repartir pescozones e insultos, pero que cada quien ataje al suyo y lo distraiga en sus propios paréntesis de incoherencia. Mientras tanto, fuera del paréntesis, ocupémonos de que el confort —no sea relativo, sino de una vez por todas auténtico.

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