Todos llevamos en la memoria una ciudad. Puede ser verdadera o inventada. Construida a retazos o con cimientos que siempre serán movedizos, porque también la memoria inventa mientras reconstruye. Si la amamos, la evocación siempre tendrá estas características de movilidad. Si la rechazamos, terminamos por negarle tal rasgo y en el acto de fijar una imagen invariable, terminamos por negarla.
Sigo manteniendo la imagen del Barquisimeto de hace tantas décadas, que son suficientes para sentirme nacida en esta meseta cuya brisa azota alegremente durante todo el día, cuanta casa, edificio, plaza o jardín se encuentre en su camino, especialmente si viene del oeste, como si repartiera democráticamente la frescura especialmente durante el atardecer y las noches.
Venía de la ciudad de Mérida, una ciudad rodeada por la montaña y resguardada por sus siete picos nevados. Me bastaba y aún es así, levantar la mirada para sentirme como si estuviera en el patio de mi casa y mirar a mi alrededor para constatar que había nacido en un lugar que siempre te recordaba su presencia. Barquisimeto me sacó del entorno natural inmediato, entregándome la luminosidad de sus cielos y el horizonte abierto que exige del recién llegado, la afinación de los sentidos con el fin de orientarse adecuadamente.
Llegué a una en donde la música está tan presente en la vida cotidiana que uno termina por considerarlo un asunto natural, que sólo la percibe cuando no está en ella y descubre que cada día pierde brillo,si no enciendes el reproductor para oírla como si fuera la primera vez y asombrarse de su enorme riqueza musical, variedad y colorido. Tanta, que se asombra del lugar común que atribuye sólo al África, el ritmo y la musicalidad e ignora las diversas formas de expresión musical que pueden encarnarlo en otros y muy lejanos lugares, como es el caso de Lara y su capital.
En estas tierras descubrí la belleza del semiárido en la variedad de ocres, verdes oscuros y los matices de sus crepúsculosque recuerdan más que pinceladas, estallidos de color. Escribo esto mientras recuerdo que por años, a la salida de mi trabajo por las tardes, cómo cada vez que viniendo de la avenida Hermann Garmendia, al tomar la Libertador, sentía una y otra vez una profunda admiración al constatar, que esta ciudad me entregaba generosamente una de las formas de la felicidad: la plenitud.
La he visto crecer y padecer durante estos años la indiferencia de sus gobernantes y gobernados, así como recibir lo mejor de su gente. Aprendí a “oírla” en su respiración cotidiana; a quererla y creer tanto en ella, que una buena parte de mis proyectos personales sigue latiendo a su ritmo. Me duele el abandono y deterioro de sus calles pero me asombra la resistencia de sus habitantes, que similar a la capacidad propia de las plantas xerófilas, toman de la naturaleza lo que pueden y deben tomar sin perder su extraña belleza.
Esta ciudad se anima y mantiene porque cuenta con la fuerza de una buena parte de su gente joven, quienes parecen haber encontrado las maneras de multiplicar sus cualidades y potencialidades al unirse en proyectos comunes sin perder los propios, una sabia manera de enseñarnos a los demás que la vida continúa y surgen nuevas formas de abordar los problemas en época de crisis. Son una versión mejorada de los que al imaginarnos la ciudad que queríamos, la dibujábamos llena de cuartos cuyas puertas y ventanas se asomaban a jardines llenos de esta luz que persiste no sólo en la memoria y hacemos lo que sea necesario para que se mantenga como lo merece: tenazmente viva.