Dios es exigente. De allí que si queremos seguir a Dios debemos estar dispuestos a darlo todo por El y a preferirlo a El primero que a todo y primero que a todos. Así de claro. Y lo dice la Sagrada Escritura:
“Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo”. (Lc. 14, 25-33)
No podemos creer que estamos siguiendo a Cristo si preferimos otras cosas o personas más que a El. Y esto significa ponerlo a El por encima de cualquier otro afecto, por más genuino que sea, por más natural que sea. Así sea el de los padres, el de los hijos o el del cónyuge. No se trata de no amar a los nuestros, sino de saber que primero viene El y después todo lo demás, inclusive uno mismo.
Esta exigencia significa posponer todo, pues Dios va primero. Y en comparación de Dios, “todo” es “nada”. El “todo” también incluye todos los bienes. Y los “bienes” no son sólo los materiales: son todos. La inteligencia y el entendimiento (modos de pensar y de razonar); la voluntad (deseos, planes, proyectos, etc.) Inclusive la libertad que El mismo nos dio, si no la usamos para poner a Dios en primer lugar, no la estamos usando bien.
Toda esta exigencia requiere un primer “sí” definitivo a Dios: rendirnos ante El, darle un “cheque en blanco”. Y ese “sí” inicial tiene que irse repitiendo a lo largo de nuestra vida. Como el “sí” de María en la Anunciación, el cual repitió a lo largo de su vida, hasta en la Cruz. Es lo que llamamos tener perseverancia. Y Dios nos hace saber que el camino no es fácil.
El no nos engaña. No nos promete la felicidad perfecta en esta vida. No nos dice que será un camino de pétalos de rosas. Por el contrario nos advierte que será un camino de cruz: “Y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 27)
Por eso nos advierte de antemano, para que al dar ese “sí”, sepamos que no podemos estar volteando para atrás: “Todo el que pone la mano en el arado y mira para atrás, no sirve para el Reino de Dios” (Lc. 9, 62) Y nos pide que calculemos bien, pues no quiere que nos entusiasmemos en un momento inicial y luego queramos volver a una vida aparentemente más fácil, según la medida del mundo, que -por cierto- no es la medida de Dios.
De allí que la virtud de la perseverancia sea tan necesaria en la vida espiritual, porque habrán obstáculos, vendrán dificultades, surgirán persecuciones, y ninguno de esos inconvenientes puede ser excusa para no continuar, ya que no se puede interrumpir el camino hacia Dios por las molestias que puedan presentarse.
Las gracias (las ayudas gratuitas de Dios) siempre estarán para que perseveremos hasta el final. De eso se trata. De llegar a la meta. Es lo que se llama la “perseverancia final”.
Pero para llegar al final, al Cielo, Dios nos dice cuál es el cálculo que tenemos que hacer: saber que tenemos que renunciar a todo. Esa es su exigencia cuando nos dice: “Cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”. Dios es exigente: El, que es “Todo”, quiere “todo”. Y lo quiere, porque sabe que eso que consideramos nosotros nuestro “todo” realmente no es “nada”.
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