Lecturas de papel – Luminario

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No recuerdo cuál fue la primera palabra que pronuncié de niño. Quizá un balbuceo, un ininteligible monosílabo. Tampoco sé cuándo me acerqué al diccionario. Sí sé que mi madre me incentivó esa cercanía. Fue a través de un juego, donde ella pronunciaba una palabra y yo la ubicaba en mi pequeño Larousse.

Después ya en la universidad mi profesora, María Teresa Rojas, aventajada discípula del maestro Ángel Rosenblat, me interrogó usando un abultado y empielado Diccionario de la Lengua Española. Su sentencia fue lapidaria. –Perfecto, Guerrero. –Usted sabe usar el diccionario mejor que muchos investigadores del Instituto (-se refería al de Filología, de la UCV)
Ahora, después de tantos años, continúo volviendo al diccionario. Ahí reposan pequeños mundos girando alrededor de ese universo lingüístico que es la lengua española. Cuando reviso un nuevo término lo subrayo y al lado coloco el año de la revisión. Lo primero que hago es pronunciarla, quizá para recordar esa primera vez cuando de niño descubría sus sonidos y también ese indescriptible sabor que pasa por la lengua y la energiza.

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Siempre pronuncio en voz baja las nuevas palabras. Me apasiona siempre el sonido antes que su significado. Al hacerlo, ellas se diluyen entre el aire que asoma y sale. En los centros de estudios esotéricos y místicos, la simbología alquímica de las palabras tiene una base ácida (consonantes) y alcalina (vocales). Al juntarse se genera una enunciación, una verbalización que es la base, la sal de la vida.
En las palabras siempre encontramos una misteriosa luminosidad. En ellas hay una potencia (potens) de ritmo, tono y timbre. Hay saber contenido pero también sabor ancestral. Una antigua luz que se revela en quien se aquieta y la escucha.
Las palabras tienen brillo, luz propia que se agranda o esconde en quien las pronuncia. Por eso en ciertas palabras, más que en otras, se esconden revelaciones, que solo son conocidas por quienes se postran en sus misterios.
En los antiguos centros místicos, como en Delfos, todavía se percibe y siente la fuerza de muchas palabras que son llaves que abren a espacios mistéricos. Desde Hécate a Tiresias, el gran adivino de Tebas. También Luzbel, Isis y Iesus. Así como Pánfila, Circe, Merlín y demás seres quienes han tenido entre sus labios la mágica palabra que abre cielos y sella secretos. Ellos dan, ofrecen en sus palabras el misterio de la vida.

Por eso la palabra está en la profundidad del ser. Habita físicamente al centro del cuerpo y transita inmaterial entre el aire que sale del fondo, donde se sostiene con el vientecillo pulmonar y viene por la cavidad esofágica. Después se encuentra en la punta de la lengua. Es allí, en su ápice, donde está cercada entre dientes y labios.

Así de importante, de trascendente y monumental es la palabra y su fuerza, su potencia transformadora y reveladora, que tiene que transitar un largo espacio para asomar articulación, forma y significado.
Amo pronunciar mi español venezolano. Adoro escuchar la abrupta tonalidad del venezolano occidental y oriental. También al sabanero en su cortedad de palabras y su inmenso silencio. Y al amplio y majestuoso hombre del llano.
El habla venezolana es exacta en su pronunciación y sabia en su significado. Cada mujer y cada hombre que hablan, dibujan espacios donde las palabras revolotean y son arcoíris que dan color mientras aumentan o disminuyen en sus gradaciones.
Imágenes acústicas que solo otro venezolano sabe captar y traducir. Hay palabras de afecto y cariño. Las hay amplias y formales. También las propias de hogares, que son códigos secretos entre hermanos y madres. Entre vecinos y más allá.
Las palabras nos acercan o distancian. Ellas incluso se adecúan a nuestros estados anímicos. Se agrandan o achican. Las hay débiles, como esos diminutivos o acaso aquellas que pronunciamos para alargar el encuentro. Especie de hablas en gerundio y participio que se juntan con vocales interminables.

No, nunca cesaré de ver las palabras. Me admiro al saber cómo se juntan, se suman unas con otras para sacar una pronunciación. Saber que el nuestro, español, es de naturaleza vocálica. Algo así como un infinito hablar en femenino. Por eso su ternura, su maternal cadencia. Como una fiesta sin fin.

Amar nuestro idioma y respetar aquellos otros, tantos, que se hermanan en un discurso del nunca acabar. Saber que las palabras son sal de vida y esperanza. Que solo somos y existimos en el infinito universo de hablas, es ser más que puro pensamiento, sentimiento y emoción.

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