Lo que más me ha gustado del celular provisional que me prestó mi amigo Ronald es que tiene radio. Las caminatas con mi schnauzer, Frida, se han tornado mucho más entretenidas, sobre todo cuando ella puede pasar diez minutos enteros oliendo una sola mata. En la de esta noche de domingo la radio me dio varias alegrías, como Yordano, Frank Quintero, Aldemaro Romero y Lanny Hall, entre otras cosas… Pero Lanny Hall… Hoy hablé de máquinas del tiempo antropomórficas en uno de mis poemas, y tuve mi gran lujo de andar con mi compinche de la uni todo el día… Y viene Lanny Hall a cerrarme este domingo como nada, luego de una semana de “situación-país” (cómo detesto ese compuesto) atroz.
Lanny Hall me suena a un friso rústico amarillo que siempre me raspaba las manos cuando intentaba infructuosamente aprender a patinar; a pisos, en esos años bastante avant garde, de caico rugoso en planta baja y de parquet en la alta; a ventanas que eran pasadizos para escondernos y ver “Carmen” de Carlos Saura o la telenovela brasileña “Baila Conmigo” por entre las celosías porque mis hermanas y yo no teníamos permiso.
Lanny Hall me suena a las rumbas que armaban mis padres a la edad que tengo ahora, aunque yo los viera viejísimos, que incluían jardín iluminado, cenas espléndidas, tragos caros y hasta Barquisimeto 4 porque éramos vecinos, y tú sabes, las familias eran panas. Me suena al recuerdo de mi madre, su permanente, su época de ojos delineados y de usar joyas, su fiebre por la bossa nova y pop brasileños, y al novio portugués de una de mis primas transcribiéndole las letras porque en esa época no había Google.
Lanny Hall me recuerda el olor de la chorrera de viniles y cassettes en el estante inmenso del estar de arriba, donde había también un televisor vintage gigante que mi hermana Zamira miraba en cuclillas a tres palmos de distancia, cosa que le llevó más de un regaño ignorante de su hipermetropía silente. Lanny Hall me pinta una kitchenette y una mesa con cinco sillas en ese mismo estar. Rara vez desayunamos ahí arriba, pero no olvidaré jamás esa madrugada del ataque de hambre que le dio a Zamira, y papá le picó una palangana de patilla con cambur, y por supuesto, Susana (la más pequeña) y yo nos despertamos y nos antojamos también. En una época nos dio a las tres por levantarnos de madrugada para jugar juegos de mesa porque era más divertido hacerlo con el miedo de despertar a nuestros padres.
Con Lanny Hall revivo mis primeros diez años. De la casa de muñecas tipo palafito que nos hizo papá con cocina, sala e impermeabilización no voy a hablar porque me dan ganas de llorar, ni de mi bicicleta rosada de My Melody y el triciclo rojo de Zamira, ni del morrocoy minúsculo de Susy que se perdió entre las petunias, ni de nuestro poodle negro Fito, ni del taller de herramientas de papá que olía a cemento, ni de la mata de mangas, ni de la Wagoneer, ni del Celebrity, ni del chofer Honorio, ni de la señora Rosa que era evangélica y planchaba y olía a Apresto, ni de las Arriaga, o los Teppa, o los Millán, o Félix, o el Turco Ramírez y su casa que olía a tierra mojada, ni de la bajadita que daba hacia el garaje, ni del portugués que hacía el delivery de la Tintorería Roma, ni de la barba profundamente negra de papá y su requerimiento diario de darle “un beso en la pelona” antes de bajarnos en el colegio, ni de la dirección que sabíamos recitar desde chiquitas por si acaso: calle siete número dos raya cincuenta.
Qué agridulce me hiciste la noche, querida Lanny, pero gracias.