Hace poco volví a leer algo que dijo la Madre Teresa de Calcuta cuando la invitaron a una marcha contra la guerra: “No, yo no marcho contra nada, marcharía por la paz”. Esta vez me sacudió, porque yo, que siempre me ha gustado rezar en positivo, se me había ocurrido, ante la tensa situación que no avanza ni retrocede, cambiar mi impetración y decir: ¡que se acabe esta pesadilla, que se vayan ya a gozar sus reales mal habidos en otra parte! Y así por el estilo. La santa Madre Teresa me ha hecho volver a mi antigua convicción y ahora sólo pido porque entremos en una era de libertad, democracia, justicia y paz. Y está todo dicho.
Sin embargo, comprendo lo difícil que es, ante dramáticas circunstancias, no sólo de injusticia, sino de horrendos métodos represivos de las fuerzas policiales y militares, conservar la calma y no desear una revancha con la misma violencia. Pienso en lo que sucede en una prisión militar que alberga hoy prisioneros políticos, de conciencia. Su nombre es un sustantivo con un adjetivo que le corresponde cuando no hay sequía. Su director –no sé si lo habrán cambiado en los últimos días- un monstruo con el inadecuado apelativo bautismal de un gran poeta griego y el no menos inapropiado apellido de un prócer de la independencia, ¡vaya desatino el de sus padres al darle identidad! Claro, no podían prever en lo que se convertiría aquel dulce bebé. Nadie puede imaginarse a Hitler o Stalin como dulces bebés, sino más bien que ya traían de suyo la mirada aviesa, tal vez éste también. En una cadena de préstamos, me llegó el libro hecho de algunas notas que un distinguido preso pudo salvar de la férrea vigilancia. Excelente testimonio, no sólo de la tremenda realidad de ese lugar y su satánico director, sino del valor y la fuerza espiritual de su autor. Libro prohibido en el país, por supuesto.
Las personas caen en los cargos que calzan con su idiosincrasia. Hace muchos años, quise prolongar mi temporada en Boston, fui a la oficina correspondiente a renovar mi visa, dejé el pasaporte que me devolverían por correo. Como no me llegaba y sí a otra persona que había hecho la misma diligencia conmigo, fui a reclamar. Más vale que no: al día siguiente me llegó con la nota de que debía abandonar los Estados Unido en breves días. Escribí a Julio Sosa, embajador de Venezuela en Washington. En seguida me llamó: había ido al Departamento de Estado y podía quedarme el tiempo que quisiera, seguramente había sido víctima de un funcionario amargado; o tal vez, pienso yo, lo había sido de mi inglés tarzaneado.
La envidia, el resentimiento social y la fealdad comparada a la gallarda prestancia de otros, son malos consejeros, azuzan el odio y el deseo de venganza por las carencias propias y así salen ejemplares como los del régimen actual, inmisericordes, ¡en el Año de la Misericordia! Oremos por ellos. Cuesta, pero hagámoslo y en positivo. No porque se vayan sino porque se trasformen. Sigamos la hermosa lección del prisionero autor del libro: en su aislamiento trágico, su espíritu ha crecido, ha aprendido a orar y a perdonar.