Mi madre me contaba del hambre que los italianos conocieron en tiempos de la guerra europea cuando ella era joven. Ya hemos empezado a ver aquí, algunas de las cosas que ella recordaba. Primero fueron los animales en la calle cada vez más flacos: ya no conseguían comida en la basura pues la gente cesó de botar las sobras, y pronto empezaron a tener una nueva competencia: gente famélica escarbando junto con ellos. Al mismo tiempo ocurrían extrañas transformaciones: perros, gatos y ratas terminaban conviviendo en la misma olla, convertidos en sopa nutricia. Los precios, por la escasez, subían continuamente y el robo se convirtió en una manera de conseguir el dinero para comprar la comida. Las mafias florecieron distribuyendo comida a precios ilegales. Mucha comida era falsificada o de mala calidad. Por ejemplo, el café se hacía en casa tostando cualquier clase de granos.
El gobierno comenzó a distribuir bolsas de comida: aceite de oliva, harina de trigo, frutas secas, carne en lata. Pero la distribución se hacía con el clásico esquema de «nosotros primero», es decir, el que no tenía el carnet fascista corría el riesgo de no comer o comer mucho menos que los miembros del partido. Pronto los ojos hundidos, los movimientos lentos y la ropa que quedaba grande eran común de ver. Se sabía de muchachas que se prostituían por un pan o una medicina o un jabón de tocador. La gente vendía lo que podía para conseguir dinero y pagar los altos precios de la comida. Los viejos que vivían solos morían de hambre, faltos de ayuda.
Veo esas señas entre nosotros. Las veo en la calle, incluso en la universidad: profesores y estudiantes que estan perdiendo peso y han tenido que abrir nuevos agujeros a la correa para sostener una ropa que ya les queda muy holgada. Entre los vecinos hay un activo intercambio: te doy una harina, dame un paquete de arroz; tengo hojillas de afeitar, necesito pastillas contra la tensión.
La angustia por la comida se combinaba con la angustia de no saber cuándo terminarían tanto la guerra como los discursos patrioteros de Mussolini. Se sabía que los odiados americanos venían subiendo desde el sur de Italia y que lo hacían repartiendo comida y atención médica a una población que, ya libre de los clichés políticos, los recibía como libertadores quitándose de encima la pesadilla del hambre y los fanatismos políticos. Yo mismo pude sobrevivir porque mi madre,que tenía el pecho seco, comenzó a darme la gringuísima leche Klim.
Finalmente la guerra terminó, Mussolini fue colgado de los pies en una plaza de Milán y los fascistas más fanatizados que tanto habían hinchado las pelotas a la población, se escondían para que no los lincharan. Diez años más tarde, la economía italiana se había recuperado de la destrucción de la guerra y se hablaba del tiempo del fascismo como de un tiempo de insensatez y de extravío, como debe ser.
Días de hambre
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