EL IMPULSO, y lo decimos sin afectaciones ni jactancias, ha llevado siempre la batuta en la defensa de los asuntos que más de cerca tocan al ciudadano.
Sin descuidar el abordaje de la suerte del país, el tratamiento de los grandes dramas y sacudones que afectan la marcha de la sociedad venezolana, en su conjunto, solemos hacer esfuerzos para no dejar de concentrar el foco de la mirada periodística en angustias locales, en los particulares y domésticos temas de la urbe.
A veces escoger las materias que serán examinadas en esta nota editorial supone una elección difícil, que nos lleva a sopesar cada lunes, por ejemplo, qué amerita un llamado de atención más urgente, si la pérdida de la libertades individuales, y públicas, el deslave social, la depauperación en que se hunde a grandes zancadas el país, el drástico desvanecimiento del sistema democrático; o, pongamos por caso, la anarquía que acusan Barquisimeto y demás ciudades del estado, con tendencia a empeorar. Pero, a fin de cuentas, no se trata de escenarios inconexos, desconectado uno del otro. Es una realidad que se repite a lo largo y ancho de la geografía nacional, claro, con sus naturales bemoles. Lo cierto es que el deterioro corre parejo en una patria donde gobernar es sinónimo de dominación, de abuso descarado con chapa oficial. Bajo esta anacrónica revolución y sus delirios, el acto de administrar el erario concede cualquier licencia para la malversación y el fraude. La mentira está en la esencia de la propaganda. La corrupción encuentra amparo en las fortificaciones de la opacidad, en la ausencia de toda rendición de cuentas. En fin, en la maniática tesis según la cual el poder es para siempre. Un legado, un privilegio, a prueba de referendo y alternancia.
Esa es la herrumbre que cubre, ahora, a Venezuela. Una pátina siniestra nos impide reaccionar, a tiempo, y con la agudeza necesaria. El cuerpo social se mueve con torpeza, se bate entre gruesas capas de duda y desconcierto. La pregunta que surge en la calle es cuál de las señales de penuria demanda prioridad, si, acaso, el hambre que golpea el estómago o el que magulla la razón. ¿Cuál de las dos miserias provocará el estallido y reventará las barreras de la indiferencia?, ¿cuál de las dos menguas nos hará desafiar, al unísono, los tanques de la opresión?
Haber puesto la lupa, esta semana, en tres cuestiones de palpitante interés local, el hecho de observar desde distintos ángulos los efectos de la desastrosa intervención del Valle del Turbio; el riesgo, además, de que a fin de año Barquisimeto se quede sin su Plan de Desarrollo Urbano Local (PDUL); y, para colmo, la declaratoria de todo el Aeropuerto Internacional Jacinto Lara como ejido, con su consiguiente ocupación temeraria, hasta ahora, de unas 142 hectáreas atiborradas de ranchos, esos acontecimientos nos gritan un alerta que estamos obligados a escuchar.
La obra de Yacambú quedó sumida desde hace años en el más espeso de los olvidos y son escasas, y aisladas, las voces que lo recuerdan. Tampoco nos ha sacado del inmovilismo colectivo el peligro de perder la muy transitada avenida Ribereña, socavada a consecuencia del saque indiscriminado de granzón del Valle del Turbio, por parte de una dependencia del ministerio de Transporte Terrestre, pese a la experiencia ya vivida con el derrumbe del puente Macuto y el de Las Damas, en la vía a Quíbor.
¿Qué se hicieron los ecologistas, antes tan activos y ruidosos? Desalienta enterarnos, asimismo, de que sólo una concejal se dignó a salvar su voto en la sesión en que la municipalidad decidió legalizar la turbadora desvergüenza de que en el Cono de Seguridad del aeropuerto convivan 3.500 familias con la radiación de los radares y el despegue y aterrizaje de los aviones. ¿Nadie dirá nada acerca de la escalofriante queja de los pilotos, en el sentido de que las aeronaves reciben disparos en el delicado instante del descenso? Es más, de no haber sido por la demanda introducida en el TSJ, semejante atrocidad, obra del populismo más ramplón e irresponsable, habría pasado debajo de la mesa.
Es lo que nos mueve a permanecer vigilantes. A todo evento nos encargaremos de romper esta sordina, soñolienta e infractora, la aniquiladora tibieza de la resignación. En EL IMPULSO nos duele la ciudad. Nada de ella nos es ajeno.