En un ensayo que titulé Ocho Pecados Capitales del Historiador, 2007, destaqué con Lucien Febvre que el más imperdonable pecado que puede cometer un historiador es el anacronismo, es decir, interpretar el pasado con los esquemas mentales del presente: modernizar el pasado. Este historiador francés, quien con Marc Bloch fundaría la Escuela de Annales en 1929, enojado y movido por la pasión escribió un libro clásico de la historiografía: El problema de la incredulidad en el siglo XVI. La religión de Rabelais, 1942. Y digo que enojado porque en esos días Abel Lefranc y su escuela sostenían que este gigante de la literatura francesa era un militante de la fe racionalista. ¿Racionalismo en el siglo XVI? Imposible decía el exaltado y ofuscado Febvre. Rabelais no podía de manera ser ateo en aquel “siglo que quiere creer”.
La incredulidad no existía en el siglo XVI, y tal condición del espíritu humano se la debemos a los siglos venideros: el siglo XVIII y el corrosivo sistema filosófico de la Ilustración, al siglo XIX y su antimetafísico positivismo comteano, al darwinismo, y a la radical crítica de la religión de Marx y Engels.
Febvre analiza el utillaje mental del siglo XVI y dice que Rabelais no tenía las suficientes y adecuadas palabras para negar la existencia de Dios. No tenía ni absoluto ni relativo, ni confuso ni complejo, ni virtual, ni causalidad, ni regularidad, ni concepto, ni criterio, tampoco análisis, ni síntesis, ni deducción, intuición aparecerá con Descartes, ni coordinación, ni clasificación. Tampoco existía la palabra sistema, palabra clave del racionalismo. Ni deísmo ni teísmo. Materialismo deberá esperar a Voltaire, y escepticismo con Diderot. Otras palabras que no estaban al alcance de Rabelais son fideísmo, estoicismo, quietismo, puritanismo, conformista, libertino, librepensador, tolerancia, irreligioso, controversia.
Tampoco conocía telescopio, lupa, microscopio, barómetro, motor, orbita, elipse, parábola, revolución.
Pero, por qué Febvre comete anacronismo en su libro, nos preguntamos. La respuesta nos la da el sabio soviético Mijaíl Bajtin en su magnifica obra La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de Francois Rabelais, 1941, quien afirma que la tesis de Lefranc como la de Febvre nos apartan de la correcta comprensión de la cultura del siglo XVI. Ambos ignoran la cultura cómica popular del medievo y el renacimiento. Solo la seriedad es aceptable. La acusación de Febvre a Lefranc es justa, pero él mismo cae en el pecado del anacronismo al tratar la risa. Escucha la risa rabelesiana con el oído del hombre del siglo XX, no como se escuchaba en 1532. Por eso no puede leer Pantagruel con los ojos de un hombre del siglo XVI.
No comprende Febvre el carácter universal de cosmovisión, ni la posibilidad de una concepción cómica del mundo, sostiene Bajtin. Solo se fija en aquellos pasajes en los que Rabelais no ríe, en los que permanece perfectamente serio. Cuando lo hace lo considera unas chanzas inocentes incapaces de revelar ninguna cosmovisión auténtica: ya que según él toda cosmovisión debe ser seria. Allí es donde Febvre aplica al siglo XVI un concepto de la risa que pertenecen a la época moderna y más aún al siglo XIX. Incurre en consecuencia en un anacronismo y una modernización flagrantes. La impiedad no la ve por ningún lado, no era un propagandista consciente del ateísmo. Solo encuentra viejas bromas clericales, habituales antes de Rabelais.
Posiblemente Febvre considera a la risa igual en todas las épocas, y que la broma fue siempre eso: una broma. Ignora la visión cómica del mundo que evolucionó durante siglos y milenios para organizarse en las múltiples formas de la cultura popular: una totalidad inmensa y unitaria: la cosmovisión popular y carnavalesca. Ignoró la parodia sacra, la risuspaschalis y la inmensa literatura cómica del Medievo y las formas espectaculares y rituales del carnaval. Deja de lado Elogio de la locura de Erasmo, precisamente el libro que más nos conecta con el mundo de Rabelais.
El aspecto cómico es universal y se propaga por todas partes. Febvre no capta este universalismo, el valor de la risa como cosmovisión, ni su especial criterio de verdad. Hoy hemos perdido el sentido de la parodia. Creo que debemos leer y volver a escuchar con nuevos oídos muchas de las obras de la literatura mundial del pasado, sentencia Bajtin.
En Carora, verdadero bastión de la comicidad en el occidente de Venezuela, he encontrados señales de una cultura cómica desde los siglos XVII en adelante. Sobrenombres como La Palillos, El Pobre Tatareto, son algunos de ellos encontrados en viejos infolios de la Iglesia Católica. Tenemos cómicos y muchas fiestas porque no tuvimos Ilustración, diría Octavio Paz.