Las razones de haber acorralado a las universidades venezolanas durante estos 17 años, parecieran ir más allá de las que fueron dadas en su momento. Las propuestas de una «nueva» educación se concretaron en los resultados de hoy, caracterizados no sólo por su ideologización, sino en las enormes carencias educativas de los escolares de primaria y bachillerato, los egresados de universidades oficiales y las enormes dificultades vividas por nuestras universidades públicas que la condujeron a la semiparalización, suspensión de ciertas carreras y de la mayoría de las actividades de investigación, renuncia y emigración de alto número de docentes, lo cual condujo al descenso del nivel académico en la formación de sus estudiantes y egresados.
Curioso, bien curioso que fuese propiciado este déficit por un gobierno autoproclamado revolucionario, que izó la bandera del acceso igualitario a una excelente educación. Se requiere de mirada afinada y comparativa, para comprender que la desarticulación del sistema educativo que si bien requería de revisiones y actualizaciones, no ameritaba su destrucción ni su sustitución. Lo que al principio apareció como un aporte al hecho científico y educativo -la incorporación de saberes tradicionales-, terminó sustituyendo el conjunto, al subestimar el conocimiento, el estudio y méritos académicos.
En fin, que en lugar de sumar, se restó y dividió, lo que en términos educativos se traduce en la desestimación del conocimiento formal e informal, generación de ciudadanos y militantes acríticos y desconocedores de otras realidades y propuestas para actuar y generar respuestas, así como la deformación y caricaturización del pensamiento de quien fuera un adelantado para su época: Don Simón Rodríguez, quien probablemente desde el más allá debe estar reclamando a los del más acá.
Curioso que a nombre de la lucha contra el «imperio», se haya realizado el quiebre del sistema productivo nacional, abriendo el camino a las multinacionales, las cuales si constituyen verdaderos imperios cuyo alcance va muchísimo másallá de lo que previera J.K. Galbraith, autor de «El nuevo estado industrial», quien anunció hace 46 años, que tendrían más poder y tamaño que estados y países enteros. Convertidas hoy en la mejor expresión de la globalización, cuya complejidad va muchísimo más allá de las posibilidades comunicacionales e informativas, podemos tener una idea familiar a nosotros,si revisamos las multinacionales participantes, que saltan como liebres en los ultra secretísimos convenios firmados, por ejemplo, sobre nuestra faja petrolífera.
Curioso que sus militantes más preparados pasen por encima de realidades comprobables mediante estudio e investigación. Curioso también que los que manejan dicha información vengan de donde vinieren ideológicamente hablando, no la divulguen ni discutan como suele ocurrir en los medios de comunicación europeos. Este siglo se caracteriza por la complejísima y aparentemente difusa red de imperios financieros, atentos a la «fidelización» que no tiene nada que ver con Fidel sino con la fidelidad a la inversión de sus inversores. Convertido en la nueva brújula de las estrategias empresariales, el capital financiero urgido de rentabilidad, ofrece y recibe ganancias en el plazo más breve posible. Hoy se llama «capital impaciente», al que busca el rendimiento más rápido aunque sus políticas agresivas, arrasen derechos humanos, condiciones laborales y el respeto al medio ambiente, sin importar el «dónde», «cuándo» y «cuánto», pues se sujeta exclusivamente a intereses económicos.
Un estudio del 2011, señalaba a 140 empresas de controlar el 40% del valor de todas las multinacionales del mundo. El comercio exterior mundial está casi todo en sus manos. Está claro por qué tienen entre sus objetivos, influir en las decisiones políticas de los países donde actúan y su alcance llega hasta el FMI y el Banco Mundial, por nombrar apenas dos. El 81% de las empresas pertenecen a los países industrializados, así como las 500 multinacionales más grandes del mundo, incluyendo a China. El desarrollo de multinacionales de países emergentes como India y Brasil, no ha mejorado sus propias economías ni a su población, por cuanto establecen condiciones laborales propias de la esclavitud y el trabajo infantil. Sólo el trabajo de ONG, organizaciones de DDHH y ciudadanos organizados, permiten poner al desnudo sus actividades y efectos.
Decía Levi-Strauss que estudiaba para comprender el mundo y no aburrirse. Hoy la lectura urgente no es asunto de placer ni ocio. Sino de saber dónde estamos y cómo hacemos más humano el mundo que habitamos.