Teodoro Petkoff, Pompeyo Márquez, Moisés Moleiro, Américo Martín, Simón Sáez Mérida, entre otros, están entre quienes fueron suspicaces y desconfiados hace 17 años, porque una emoción desagradable les recorría el espinazo al escuchar los gritos de las charreteras, y estuvieron en lo correcto. Sus cuerpos anticipaban una situación de peligro, que ha sobrepasado cualquier sensación o presagio sobre lo que se avecinaba, cuando unos golpistas hacían crujir los cimientos de la democracia representativa, con sus monsergas catastrofistas.
Aquellos hombres fundadores de la Izquierda Democrática venezolana lo presintieron todo, pero sabían que nada podían hacer frente a la ceguera de un pueblo que había decidido equivocarse. No hubo argumento que convenciese a los fervorosos seguidores «del redentor».
El pueblo, pues, estaba decidido a encontrar el paraíso, y por el camino empedrado de las buenas intenciones, no dudó en jugarse una aventura con su respaldo incondicional en el altar del socialismo del siglo XXI.
Hoy, la indignación y el miedo también recorre la espina dorsal de la nación al recordar que pudimos evitar esta desgracia si hubiésemos sido menos indiferentes, más prevenidos, realistas y con mejor olfato político para enfrentar este militarismo-despótico que amenaza con acabarlo todo. Desde que se inició esta tragedia, nunca me convencieron los argumentos de algunos reconocidos izquierdosos enchufados en torno a que este bodrio nos sacaría de la pobreza y de la corrupción desaforada que había infectado todo el cuerpo social. Pelo a pelo uno hace sus comparaciones, y concluye que nuestra situación sólo es equivalente a las deplorables condiciones del siglo XIX: una centuria que solo conoció guerras interminables formateadas en revoluciones de todos los colores.
El balance de aquel siglo XIX es igualmente rojo-rojito y se tradujo en hambre, miseria, violencia, muerte y mucho miedo. Porque este último es un elemento potente de las tiranías. El hambre se acompaña con una sobredosis de miedo, inoculado y administrado por la cúpula, para controlar a las grandes mayorías a través del estómago, con la venta de unos alimentos acaparados de manera absoluta por el régimen. Violencia y miedo son siameses unidos por el tórax y el abdomen, y son un verdadero azote para la libertad ciudadana.
El miedo a la muerte nos arropa desde que la vida empieza con su cuenta regresiva, pero en este despotismo la amenaza es permanente al formar parte de los innumerables y perversos mecanismos de control de los que no podemos escapar. Nos arropa el miedo al salir a la calle o si estamos en nuestra casa. También nos aterrorizan los lugares donde hay multitudes o en parajes solitarios. Tememos muchísimo al secuestro porque no sabemos quién lo ejecuta, cuando el Estado omnipresente es también tu enemigo que se alía con delincuentes, guerrilleros, terroristas nacionales o extranjeros, pranes y colectivos, para provocar la mayor cuota de miedo posible en el cuerpo y en el alma de los venezolanos.
Estas tiranías ahítas de poder son catastrofistas. Pero la que se abate contra nuestro bravo pueblo es extremadamente «castrotofista», por los añadidos de un suprapoder decrépito y senil, que tiene mando total sobre la cúpula apátrida en el poder, cuyo mayor logro es la corrupción, perpetrada hasta la obscenidad, que sólo ha traído hambre, violencia y miedo para los venezolanos. Sí. Los pueblos se equivocan, pero rectifican y revocan…