Corría el 19 de octubre de 1957. Y momentos muy difíciles se experimentaban en el país, pues las fuerzas democráticas se habían multiplicado en contra del régimen dictatorial del teniente coronel Marcos Pérez Jiménez, sobre todo por la proximidad de un fraudulento plebiscito que éste promovía, asegurando que saldría favorecido con el 90% de los votos.
Por ese motivo, miles de adecos –entre los cuales incluyo a buena parte de mis familiares- fueron víctimas de una cruel e implacable persecución. Menciono entre ellos a Dory –la futura Doña- y a Pastor, Marcial, Juan, María Auxiliadora y Silvestre Parra.
Éste último -advertido sobre la situación- se había fugado a Sanare, para la época un apartado pueblito de montaña, en donde habitábamos nosotros desde 1953.
Precisamente hacia allí habían transferido a nuestro padre, Rafael Rodríguez Boquillón, telegrafista, escritor, activista y dirigente social, buscando aislarle de los aconteceres políticos citadinos. Y precisamente fueron él y mi madre -María Teresa- quienes recibieron al tío Silvestre, escondiéndole de inmediato en Monte Carmelo, en la hacienda de don Arturo Escalona y de su señora esposa, Ana Victoria.
Pero… volvamos al 19 de octubre de 1957. A la una de la tarde, la casa número 62 de la urbanización La Concordia, en Barquisimeto, era allanada por cinco esbirros. Allí habitaba tío Pastor, con sus ancianos padres –Silvestre y María-, su ejemplar esposa -Aurora Rivas Marchena- y sus pequeños hijos: Alicia, Pastorcito, Pablo, César y María Eugenia, así como también con su sobrina María Auxiliadora (Yoyoya), recién graduada de enfermera.
Los esbirros revisaron todo; y en un desvencijado escaparate encontraron varios folletos, con lemas y consignas en contra del régimen. Ello bastó para que apresaran al tío Pastor. Y al saber que Yoyoya era hija de Silvestre, también se la llevaron.
A ella la liberaron quince días más tarde, luego de largos interrogatorios y vejaciones. Pero al tío Pastor lo torturaron hasta más no poder. Le aplicaron corriente en los genitales; durante horas le paraban descalzo sobre el ring de un caucho o le acostaban desnudo en panelas de hielo. Y lo peor: diariamente le hacían planear en el avión.
Esta tortura consistía en amarrarle los brazos, doblárselos hacia atrás, y luego colgarle de una viga. Como es de suponer, en pocos días le rompieron tendones, ligamentos y músculos. Y fue tan grave la lesión que -en lo adelante- requirió de ayuda hasta para comer. Esa tarea -por cierto- generosamente la asumieron sus compañeros de celda, entre los cuales cabe mencionar a Reinal Pérez Peraza –un muchacho, casualmente oriundo de Sanare- detenido porque en la plaza del poblado se pronunció en contra del Gobierno.
El 23 de enero de 1958, una vez que el dictador huye a República Dominicana, liberan a la prima Dory y a todos los demás presos políticos. Tío Pastor también sale; pero en tan malas condiciones que se creía que quedaría lisiado por siempre. No obstante, quiso la suerte que un cirujano de Caracas, de apellido Caballero, se interesara particularmente en su caso, y por años le practicó múltiples operaciones, hasta restaurarle la movilidad.
Pastor Parra Tovar soportó las torturas y estos padecimientos con singular entereza, sin que jamás saliese de su boca una infidencia o alguna delación de familiares o compañeros de partido. Además, nunca se ufanó de su conducta ni buscó prebendas ni reconocimientos, como tampoco pretendió dar lástima o asumir posturas de héroe.
Acaba de morir. Tenía 93 años. Y con la misma humildad y sencillez de espíritu con que hizo frente a esos duros episodios, así también transcurrió su dilatada trayectoria por la vida. ¡Tío, la tierra ha de serle muy leve! ¡Descanse usted en paz!
#Opinión: Tiempo de torturas Por: Rafael Rodríguez Parra
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