Si usted es de los que piensan que la “revolución” de Chávez es el principio de algo, quédese tranquilo. La “revolución” de Chávez es el fin de un ciclo que no terminará hasta que todos los venezolanos hayamos aprendido ciertas lecciones básicas. Y como el “todos” en el nuevo léxico constitucional aparentemente no incluye a todos, quiero enfatizar en que la lección va para el venezolano más joven hasta el más viejo, para el venezolano más pobre hasta el más rico, para el venezolano más ignorante hasta el más letrado, para las mujeres, los hombres y cualquier otro género intermedio.
Me he referido en otras oportunidades a un comentario de mi querido amigo, el Rabino Pynchas Brener, de que en Venezuela la crisis, más que política, económica y social, es de valores. Y voy más allá: me pregunto si alguna vez, como colectivo, hemos tenido valores. Indudablemente aquí ha habido gente honorable. Gente de palabra. Gente de trabajo. Pero para refistoleros, perdonavidas, huelefritos y fanfarrones, nosotros. Nos encanta un millonario y no nos importa cómo hizo su dinero. Nos encantan las leyendas urbanas de quienes un golpe de suerte, no de trabajo, “les acomodó la vida”. Creemos que un puesto político es “una oportunidad que le da la vida a alguien” para que resuelva el resto de la que le queda, la de sus hijos y sus nietos.
Venezuela tiene la ventaja de ser uno de los países más igualados del mundo. Aquí habrá uno que otro clasista y uno que otro racista, pero no hay clasismo ni racismo. Y esa ventaja, paradójicamente, es a la vez una desventaja, porque como el ascenso social es netamente económico, el dinero abre puertas, lava reputaciones y compra conciencias. Aquí la sanción social sencillamente no existe. Las puertas de las oficinas de los empresarios, de sus casas, de los colegios más exclusivos y de los country clubes de todo el país se abren ante cualquier manifestación de abundancia de dinero, no importa de donde venga. Y aunque eso no es nada nuevo -los españoles en la Colonia vendían indulgencias, títulos nobiliarios y certificados de limpieza de raza- que desaparezca de nuestro fenotipo es una condición sine qua non para adecentar el país. Es difícil pero posible. Y alguien tiene que tomar la iniciativa.
Aquí en Venezuela la elite educada –con contadas y valiosas excepciones- no quiso meterse en política. Veía el mundo político como algo sucio y ajeno. Y la plutocracia prefirió domesticar a sus sigüíes y manejarlos a control remoto. Los invitaban al club, los enseñaban a beber güisqui y los aburguesaban. El resto era coser y cantar. Hasta que llegó Chávez.
Recuerdo que en una de sus interminables cadenas (sí, soy de las masoquistas que ven las cadenas) dijo algo como: “esos burgueses creyeron que me podrían manejar dándome güisqui… señores, ¡yo no tomo güisqui!” Lástima que el Presidente haya permitido que su entorno –desde el más cercano hasta el más lejano- haya ejecutado el pillaje más grande que haya sufrido este país.
El asunto con Juan Carlos Caldera –quien creo que cayó más por ingenuo que por malintencionado- tiene que ser una lección: que la honestidad, la rectitud y el deber ser no tienen precio y la diferencia entre los pranes y los que compran y venden su dignidad es que unos están presos y los otros se pasean libremente por las calles y cenan en el Country Club. Ningún país puede funcionar sin justicia sin correr el riesgo de transformarse en una anarquía. Y Venezuela marcha a toda velocidad a convertirse en una.
Aplaudo la actitud de Capriles de separar a Caldera de su proyecto y exigir una investigación. Capriles tiene que separar de su equipo a todos los que se encuentren envueltos en negociaciones turbias con personajes aún más turbios. La impunidad nos ha hundido en un mar de excremento. Sólo la claridad, la transparencia, el exigir rendición de cuentas y el actuar con dignidad nos sacarán de él. Un gran presidente, Thomas Jefferson, dijo que “la honestidad es el primer capítulo del libro de la sabiduría”. Hay un camino.
@cjaimesb