Jesús resucitado sorprendió varias veces a sus Apóstoles y discípulos, apareciéndoseles de las formas más inesperadas. Una de estas apariciones, la tercera, fue en la playa del Lago de Tiberíades (Jn. 21, 1-19). Estaban siete de ellos en una barca, regresando de una noche de pesca infructuosa y, al amanecer, “alguien” les dijo desde la orilla: “Muchachos, ¿han pescado algo? … Echen las redes a la derecha de la barca y encontrarán peces”.
En primera instancia, no lo reconocen. ¡Cuántas veces nos habla el Señor a nosotros desde la orilla y no le reconocemos! Nos pasa como a los Apóstoles. Sin embargo, ellos hicieron caso, pero nosotros, sin percatarnos mucho, despreciamos las instrucciones del mismo Dios. Y -peor aún- cuántas veces nos damos el lujo de decirle que no o le ponemos dificultades, diciéndole que mejor dejamos el asunto para otro momento.
Pero el Señor siempre está a la orilla, esperándonos, esperando que nos desocupemos de “nuestras cosas”, esperando que le reconozcamos, que oigamos su voz y atendamos sus instrucciones.
¡Cuántas veces nos desgastamos pescando por nosotros mismos en el mar de nuestras actividades y preocupaciones diarias, de las presiones del trabajo y de estudio, sin escuchar al Señor y sin aprovechar su voz que nos guía! ¡Cómo se nos olvida que debemos buscar primero el Reino de Dios y que todo lo demás se nos dará “por añadidura” (Lc. 12, 31). ¡Todo lo demás se nos dará como bonificación extra!
No siempre Dios interviene de formas que podamos decir sean milagrosas, como esa pesca de los Apóstoles. Pero Dios siempre está presente y si nos fijamos bien, nos suceden una serie de “coincidencias”, que son como pequeños milagros en que –si no prestamos atención- podemos pasar por alto que es Dios actuando. Nos ponemos como ciegos a la acción de Dios. Es que todo lo demás que no es Dios nos abruma de tal manera, que no podemos ver sus manifestaciones en nuestra vida.
Pero … volvamos a los Apóstoles. El hecho es que Juan, el más joven, el discípulo amado, se da cuenta de quién es el hombre en la playa: “¡Es el Señor!”. Y San Pedro, el impetuoso, le pareció que para ver de nuevo a Jesús Resucitado era demasiado largo el tiempo que tomaba llevar la barca a la orilla … y saltó al agua.
Y nosotros ¿reaccionamos de inmediato? ¿Nos apuramos y saltamos rápidamente, para encontrarnos con El Señor en la oración, en la Comunión, en la Confesión? ¿O le damos larga a nuestros encuentros con Dios, porque tenemos encuentros más interesantes o cuestiones más importantes que hacer?
Pedro había sido escogido para ser el primer Papa cuando Jesús instituyó su Iglesia (Mt 16, 18). Posteriormente Pedro le aseguró que daría la vida por El (Jn 13, 37). Pero la noche anterior a la crucifixión, más bien lo negó tres veces. ¿Por qué? Muy probablemente porque la promesa que hizo fue confiando en sus propias fuerzas. Por eso no pudo cumplirle. Es por esta triple negación que ahora en la playa, Jesús Resucitado le pregunta también tres veces si le ama. Y cuando San Pedro tres veces le responde que sí, el Señor lo ratifica en su cargo y le confía el rebaño, que es su Iglesia.
¿Podemos demostrar la Resurrección de Cristo?
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