Después de ser considerado, incluso por los Estados Unidos, como el país que podría guiar la integración latinoamericana y servir de ejemplo para el desarrollo económico, social y político de la región en un contexto democrático, durante el segundo período constitucional de Dilma Rousseff Brasil atraviesa uno de los momentos cruciales, más complejos y difíciles de su desenvolvimiento como nación, sobre todo como la séptima economía del mundo que llegó a alcanzar, para esperanza de todo el subcontinente americano.
La corrupción administrativa descubierta en su industria petrolera ha descalificado a gran parte de la alta dirección política del Partido de los Trabajadores, en ejercicio del gobierno, por su participación de unos y complicidad de otros, que ha colocado a la Presidenta Rousseff sino al borde de su renuncia, porque ésta es voluntaria, sí en los límites de la defenestración mediante un juicio iniciado en el Congreso de ese país.
Cualesquiera sean los resultados a que lleve la investigación abierta contra altos funcionarios gubernamentales, que de manera directa o indirecta afecta a la Primer Magistrada, lo que es evidente es que el liderazgo en América Latina, que pretendió ejercer o le asignaron algunos analistas e incluso varios jefes de Estado, se desvanece. Y aunque el ex Presidente Lula da Silva nunca intentó tener mayor influencia que Hugo Chávez, quien con su audacia, carisma personal y chequera petrolera lo superó en Bolivia, Ecuador, Nicaragua y el Caribe, con su anacrónico y fracasado socialismo del siglo XXI, todo parece indicar que ha perdido hasta el prestigio que lo llevó al poder, como para ayudara su pupila Dilma Rousseff.
Sin embargo, aun cuando pueda superar la crisis que atraviesa, el gobierno de Dilma Rousseff ha perdido al aura, el símbolo que Brasil había ganado como país emergente, no obstante haber arribado al poder cuando Petrobras acababa de descubrir un gigantesco yacimiento petrolero que elevaría las reservas de ese país a 140.000 millones de barriles, lo que convertiría en el tercero en el mundo, después de Arabia Saudita y Venezuela, con las ventajas que le daría la experiencia en la inversión y la reinversión de esa inmensa riqueza en el desarrollo del país. Pero gran parte esta posibilidad se la llevó la corrupción y dejó de ser el epicentro de la política y la economía de América del Sur.
A lo que hay que agregar la posible pérdida de lo que algunos científicos brasileños llaman otra revolución verde lograda por la Empresa Brasileña de Investigación Agropecuaria (Embrapa), que puso en producción a inmensas sabanas improductivas y Brasil aumentó en los últimos 10 años la producción de 80 a 150 millones de toneladas de trigo y otros granos en una región tropical. Se convirtió en exportador y no importador de alimentos, después de varios gobiernos democráticos que se han alternado en el poder. La revista The Economist registró en su edición del 16 de octubre pasado que en Brasil la producción agrícola, sin contabilizar la pecuaria, creció más del 8% al año.
Hoy la recesión económica se ha convertido en la más difícil encrucijada que debe superar el gran país, que desde el ex Presiente Cardozo caminaba en un línea recta hacia el progreso y bienestar de millones de brasileños.