Svetlana Aleksiévich, periodista y escritora nacida en Ucrania en 1948, ha mostrado en todos sus libros publicados la dura realidad de lo que fuera la URSS, cuya práctica política y económica produjo lo contrario de lo que a su vez, ha sido una de las utopías más hermosas de la humanidad. Utopía al soñar que todos los hombres y mujeres lo fueran en su sentido más profundamente humano, libres en todos los sentidos, construyendo y disfrutando una economía que diera oportunidad a todos a la educación, al trabajo y al ocio creativo; a la salud y una vida plena; a la creación y al desarrollo de la ciencia y el arte. A la fundación de “El reino de los cielos en la tierra”, como diría en su discurso en Estocolmo, Svetlana Aleksiévich.
Mejor no seguir enumerando porque el impacto de todas sus historias, leídas ordenada o desordenadamente, no da lugar al sosiego porque atosiga el alma, dejándonos sin habla, ante el horror que más que apelar al raciocinio para intentar “entenderlo”, sólo nos deja en estado de conmoción por sentirnos conmovidos –muy diferente a la lástima- ante tanto abuso de poder, tanta palabra y símbolo de vida, vaciados de sentido y contentivos de la muerte.
La llamada “cortina de hierro”, la distancia geográfica real y la ausencia del ciberespacio como lugar de confluencia de las telecomunicaciones del mundo, contribuyeron con la desinformación dentro y fuera de la URSS. Imposible saberlo todo sobre la construcción sistemática de un “alma” soviética, que intentó mas no pudo pasar, por encima de especificidades históricas en cada uno de los pueblos reunidos a diestra y siniestra en una sigla de 4 letras, cuyas diferencias en lo cultural, religioso, económico y social, aunado a la presencia de lenguas diferentes, no contribuía a crear una sola identidad, la de lo “soviético.”
Sería la literatura la que develaría poco a poco la realidad cuando era imposible saber afuera lo que muchos ignoraban dentro, en pleno proceso de “construcción del socialismo”, cuyos símbolos de la hoz y el martillo no eran muy tranquilizadores. “Respeto el mundo ruso de la literatura y la ciencia. Pero no el mundo ruso de Stalin y Putin”, dijo Aleskiévich cuando recibió el Premio Nobel del 2015,por su obra y el tema que atraviesa sus libros, “La guerra no tiene rostro de mujer” (1985), Los Ataúdes de zinc(1989); El hechizo de la muerte (1993); Voces de Chernóbil (1997) y El fin del “Homo sovieticus” (2014), traducido al español el año pasado.
Lecturas no recomendables para antes de acostarse. Especialmente para seres sensibles e imaginativos.
“Coral” llaman algunos críticos a esta técnica que entrelaza en un entramado discursivo, al periodismo de investigación con la literatura, por estar armado a la manera de una crónica de la historia personal de hombres y mujeres comunes, cuyas vidas amor, ilusiones, sacrificio y pérdidas de seres queridos, bienes, hogar y sueños, desdicen y contradicen la épica del héroe que va a la guerra a morir para hacer tangible al “hombre rojo”, nacido al calor de cánticos, eslóganes y predicamentos del socialismo soviético.
Polifonía llamaríamos al recurso literario de “escuchar” la voz que “habla” desde su la página sumándose a las otras voces, adecuando, afirmando, negando o irrumpiendo la historia oficial o las otras voces que le acompañan, obligando al lector a tomar partido, por no poder permanecer impasible al tema Estas “conversaciones con los protagonistas”, le permiten a la gente hablar de sí mismas, reconstruir el concepto de lo “soviético”, desde su propio tiempo, de su vida concreta y su vivencia personal desde adentro, mientras el Estado afirmaba a los cuatro vientos, estar construyendo el hombre nuevo.
La Academia sueca ha dicho que su obra merece el Nobel por “…su obra polifónica, un monumento al sufrimiento y al coraje en nuestro tiempo”. Entrevistas mediante, S Aleksiévich, afirmaría que,“El sufrimiento es nuestro capital, nuestros recursos naturales; no el petróleo niel gas”, refiriéndose al tema presente en sus obras: las mujeres que estuvieron en la guerra como soldados, sin otra opción que “matar o morir”, las madres de los jóvenes soldados que regresaron de Afganistán en ataúdes de zinc, los testigos de la decisión de suicidarse de los que no sobrevivieron a la caída del régimen soviético y de los que se sacrificaron en la catástrofe de Chernóbil. El sufrimiento pareciera haber sido y seguir siendo capital político y cultural, común a diversos “reinos” de la tierra y de los cielos.