La parábola de obrero, sindicalista combativo, gobernante reformista exitoso y reo por corrupción dice de las esperanzadoras oportunidades de la democracia y de los venenosos peligros del exceso de poder.
Qué paradoja. Hay episodios que pueden alegrarnos en lo institucional y entristecernos en lo personal. Sería muy lamentable que estemos asistiendo al epílogo de la biografía política de Luiz Inazio Lula Da Silva y, al mismo tiempo, estaríamos ante un alentador síntoma de progreso de las instituciones en un gran país latinoamericano. Porque la impunidad es un daño insidioso que nos aleja del desarrollo, ya que alienta el delito y fomenta el deterioro social empobrecedor, al no castigar al culpable y hacerlo parecer como igual al honesto, pero más astuto y, por eso, ganador.
Nacido en un pueblito de Pernambuco, en el nordeste pobre y atrasado, a los once años Lula se muda con su madre y hermanos a Sao Paulo, cinco años antes lo había hecho su padre, estibador en el puerto de Santos. Allí es limpiabotas, vendedor ambulante y ayudante en una tintorería, hasta que hace un curso para tornero en el Senai, la versión brasileña de aquel Ince nuestro de tan grata recordación por su utilidad. El obrero metalúrgico tenía condiciones de liderazgo y asciende en el sindicalismo. Destaca en la lucha antidictatorial, participa en la fundación del PTB, inicialmente trotskista. Vuelta la democracia, será candidato presidencial en las elecciones de 1989, 1994 y 1998. Finalmente gana en 2002 y en 2006 y logra pasar el poder en 2010 a su compañera y ministra Dilma Rousseff.
En los noventas, fue promotor de las protestas de las “Caras Pintadas”, las que empujaron la salida del Presidente Collor de Melo, cuya presunta corrupción se investigó en un Congreso presionado por la calle. Opositor político al gobierno progresista de Fernando Henrique Cardoso, cuyo Plan Real como ministro de finanzas de Itamar Franco había estabilizado la economía, y cuyas políticas desde Planalto consolidaron un formidable crecimiento. Estos antecedentes son la base del éxito de Brasil.
Contra las predicciones, Lula no intentó ser un Presidente revolucionario sino reformador. Sensato en lo económico, avanzado en lo social con muy buenos resultados. El izquierdismo quedó para la escena internacional, sin romper la tradición diplomática de Estado que lleva Itamaraty con implacable efectividad. Una apaciguadora dosis exterior de “Foro de Sao Paulo” para el radicalismo interno, con notable provecho colateral para la influencia brasileña y la presencia de sus grandes empresas, de las que fue activo aliado e incluso agente. Aquí, lo sabemos bien.
Ahora, los escándalos por tráfico de influencias lo salpican y acaba empapado por los indicios. El secreto a voces se convierte en denuncias. Un proceso judicial ordena su detención. Dilma lo nombra ministro para ayudarlo. Una batalla legal y política se desata. En la tierra de La esclava Isaura, faltan muchos capítulos.