Hace muchos años, estaba con mamá en Macuto reponiéndome de un fracaso estudiantil. Durante esos días lanzaron la primera bomba atómica en Hiroshima. Yo tenía 19 años. Una tarde, paseando por el malecón, vi a unas señoras sencillas que tenían un niño pequeño sentado en éste. Era un lindo negrito de ojos vivaces. Me acerqué, acaricié sus ricitos apretados e hice como que le sacaba de éstos la monedita de un medio –entonces de plata- y se la di. Sentí como un dardo en el corazón cuando una de las señoras –seguramente la madre- le dijo a la otra muy contenta: “¡Mira, no le tiene asco!”
¡Dios mío! ¿Hay alguien que le tenga asco a un niño? Es una experiencia que nunca he olvidado porque contribuyó a afianzarme más en ese rechazo al racismo que experimenté por primera vez 9 años antes, en Panamá: absolutamente todos los servicios públicos, desde los sanitarios hasta la simple venta de una estampilla, estaban separados para negros y blancos. ¡Y nos creemos cristianos! No hemos asimilado en conciencia algo que afirmaba san Josemaría Escrivá: la única raza en el mundo es la raza de los hijos de Dios. Cuando alguien me viene con escrúpulos racistas y exhibición de lo que estúpidamente llaman limpieza de sangre, saco a relucir enseguida a doña Florencia Alvarado de Dávila, mi bisabuela negra.
Y, sí, yo he sentido asco, pero no de un niño negro sino de un viejo blanco y sucio. Tampoco hice bien en sentirlo ante aquel aparente pobre pordiosero, en éste, como nos invita nuestra fe, he debido ver el rostro de Cristo. Sucedió también en aquellos días de temperamento –como decían antes- en Macuto. Estaba sentada en unas de las mesitas del bulevar, cerca de las Plaza de las Palomas, dispuesta a tomarme un refresco, cuando el viejo en cuestión, barbudo, harapiento, con una bolsa al hombro, se me acercó, elogió mis ojos azules, sacó de su mochila una magullada copa de plata gris, patinada de tiempo y se empeñaba en que yo bebiera mi refresco en ella. Asco y horror, sí, las dos cosas. Alguien me lo quitó de encima. La escena me quedó también grabada. Muchos años después, refiriéndome a ésta entre un grupo de colegas arquitectos, uno me dijo y lo mismo opinaron los otros: “Ese era Armando Reverón”.
Si en realidad era él, tras aquella harapienta suciedad no se podía adivinar al “genio de la luz”. Mi extremada juventud me hizo retroceder en lugar de tener un gesto de caridad cristiana y aceptar el brindis con el desquiciado anciano. Era pedirme demasiado, pero mi pulcra mezquindad me hizo tal vez desperdiciar aquella única oportunidad de compartir unos momentos amables con el más grande pintor venezolano.
Hay que limpiar el corazón más que la copa, como nos enseñó Jesús. Vivir la verdadera caridad es una difícil experiencia, sin embargo, sin ésta, como seres humanos, más aún como cristianos, estamos incompletos y vacíos. Quiera Dios que ahora, cuando Venezuela renace, desterremos como pueblo toda discriminación, toda mezquindad e inquina y que aprendamos a vivir los unos con y por los otros.