San Juan Bautista predicada e impartía en el Río Jordán un Bautismo de conversión. No es el mismo Bautismo que nosotros recibimos hoy. Quien se acercaba al Jordán se reconocía pecador y deseaba cambiar de vida.
Entonces, si Jesús es Dios y no ha pecado, ¿por qué se acercará a la ribera del Jordán, como cualquier otro de los que se estaban convirtiendo, a pedirle a Juan, su primo y su precursor, que le bautizara?
El mismo Bautista, que venía predicando insistentemente que detrás de él vendría “uno que es más que yo, y yo no merezco ni agacharme para desatarle las sandalias” (Lc. 3, 15-16 y 21-22), se queda impresionado de lo que le pide Jesús y trata de disuadirlo.
Y es que en esta escena en el Jordán podemos entender esas palabras de San Pablo: “Dios hizo cargar con nuestro pecado al que no cometió el pecado” (2 Cor 5, 21).
¡Jesucristo se humilla hasta pasar por pecador, hasta parecer culpable, pidiendo a San Juan el Bautismo de conversión! Pero es que tenía que ser así, porque la razón de su Bautismo en el Jordán era la misma que la de su Nacimiento: identificarse con nosotros que somos pecadores.
Por eso cuando San Juan Bautista no quiere bautizarlo, Jesús le insiste como queriéndole decir: a ti no te parecerá adecuado, pero en realidad sí está en completa armonía con el motivo de mi venida. Es que Cristo vino a identificarse con una humanidad pecadora: El vino a compartir nuestra culpa y a liberarnos de ella.
Entonces Juan Bautista al verlo venir de nuevo a Jesús exclamó: “He ahí el Cordero de Dios, el que carga con el pecado del mundo” (Jn. 1-29) ¿Qué significará eso de que Cristo es ahora el Cordero?
Antes de Cristo los israelitas sacrificaban corderos, buscando la expiación de sus pecados. Cristo, al cargar con nuestros pecados, se hace el verdadero Cordero de Dios, para salvarnos de nuestros pecados. Es lo que nos dice el Sacerdote al presentarnos a Cristo en la Hostia Consagrada antes de la Comunión: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo…”
Y al Cristo ser bautizado en las aguas del Jordán, “se abrió el Cielo, bajó el Espíritu Santo sobre El en forma de paloma y vino una voz del Cielo: ‘Tú eres mi Hijo amado, el predilecto’” (Lc. 3,15-16 y 21-22) El Padre revela al mundo Quién es ese bautizado: su Hijo, el Dios-Hombre.
Y al descender el Espíritu y al sumergirse Jesús en el agua, se le confirió a ésta un poder especial, por el que regenera y vivifica al hombre. Por eso es que el agua es la materia del Bautismo Sacramento, instituido después por Cristo, el cual nos borra el pecado original y nos vivifica con la Gracia divina.
Recordar el Bautismo de Jesús es recordar que somos pecadores y que tenemos necesidad de conversión, de cambiar de vida, de cambiar de manera de ser, de pensar y de actuar, para asemejarnos cada vez más a Jesucristo. Es recordar la necesidad que tenemos de purificar nuestras almas con el arrepentimiento y la confesión de nuestros pecados.
Pensar en el Bautismo de Jesucristo, el Dios-hecho-hombre, nos debe llenar de gran humildad: si todo un Dios se humilla hasta pedir el Bautismo de conversión que San Juan Bautista impartía a los pecadores convertidos, ¿qué nos queda a nosotros, que somos pecadores de verdad?