Sesudos analistas y agudos comentaristas repiten sin cesar que la oposición venezolana carece de oferta positiva para motivar a los venezolanos.
Todo lo contrario: En la oposición sobran ideas valiosas e importantes -no siempre armónicas- sobre lo que hay que hacer para superar la crisis y diseñar una Venezuela exitosa para el futuro.
El problema no es la falta de ideas y planes, sino que aquí ya se ha hecho un daño casi irreparable y las medidas que hay que tomar son tan heroicas que no resultan muy atractivas como «oferta» para nadie, menos para ese tercio aproximado de población adicta a los subsidios oficiales. De poco valió a Henrique Capriles ofrecer trabajo a masas que comulgan con el afro-descendiente del Batey, pensando que el trabajo lo hizo Dios como castigo… la «flor del trabajo», como la cantó el Maestro Billo.
En la oposición hay de todo, incluida buena dosis de frívolos e histéricos, y más de uno cree que con apenas cambiar de régimen se genera una especie de varita mágica con la que desaparecen todos los males.
Por supuesto que con un cambio de régimen comienzan a desaparecer los males, pero del dicho al hecho hay mucho trecho, y la catástrofe ya viene cual avalancha.
El subsidio al consumo general arrancó desde que el General Juan Vicente Gómez se negó a abandonar el patrón oro cuando casi todo el mundo lo hacía en medio de los embates de la Gran Depresión.
La práctica de tapar problemas por la vía cambiaria fue creciendo con el tiempo y la mayoría terminó creyendo que todo se puede resolver a «realazo» limpio, con una renta petrolera caída del cielo a la que muchos creen tener una especie de derecho divino.
A partir del Viernes Negro de 1983 comenzaron a sonar alarmas que la cobija petrolera se acababa -así lo dijo entonces el dirigente empresarial Freddy Muller- pero cada vez que las cosas se ponían serias repuntaba el precio y seguía la irresponsabilidad rentista hasta llegar al paroxismo actual.
Ahora -con la economía, las instituciones y hasta el tejido social demolidos a punta de mandarria- la sociedad (y sobre todo el régimen) cabalga sobre un tigre: Una masa profundamente adicta a la «heroína» de subsidios, con poca «metadona» para paliar los violentos síndromes de abstinencia; y todo en medio de una violencia criminal multiplicada y descontrolada.
La solución es ineludiblemente cruel, y cualquier aspirante a redentor puede salir crucificado. Quizás la mejor salida sea dejar que los estertores del fracaso sepulten a esos mismos que alimentaron al Frankenstein que hoy les corroe las entrañas.