Al final de su bachillerato, con una sostenida vocación de escritor, el joven Tulio Alfonso sólo esperaba aprobar el quinto año para solicitar cupo en una Universidad, en la Escuela de Letras.
Entretanto escribía, corregía y repasaba su producción literaria. Algunos de sus escritos, mil veces leídos por él, habían sido publicados en periódicos locales.
Sin duda, la vocación de Tulio Alfonso estaba dando buenos resultados; pero había descuidado otros frentes. Sus compañeros de aulas le hablaban de novias, de amigas, de mujeres; pero su palabra quedaba quieta porque sobre esto nada tenía que decir. Además, tímido como era, estaba atrapado en el círculo de sus queridas letras. Sin embargo, llegó el día en que decidió relacionarse con algunas de las jovencitas de afuera, de otros lados, pues las del liceo no le prestaban atención por su pinta de intelectual.
Así, en cierta oportunidad su alma de poeta lo llevó a Los Rieles, barrio lleno de casuchas, de ventas clandestinas de cerveza, de loterías y otros negocios, por allá cerca de la línea del ferrocarril. En el momento de entrar a una bodega, de pronto salió de allí una linda y suelta muchacha. Era extraordinaria: su piel morena, su negra cabellera, su expresiva mirada, su cuerpo, su gracia al caminar; todo aquello quedó grabado en la mente de Tulio como el mejor de los poemas. Jamás había visto tanta belleza. Entonces, para aliviar su emoción, preguntó por el nombre de la joven.
-Se llama Olga y vive por aquí cerca- respondió alguien.
Eso bastaba para ir a su presencia, conquistarla con amor, talento y tantas otras cosas que brotan cuando llega el enamoramiento. Anduvo varios días tratando de ver a la graciosa morena, pero nada, cero encuentro. Contó esto a los amigos del liceo y uno de ellos le dijo:
-Ten cuidado poeta, mira que en ese barrio reina la inseguridad y allí viven guapetones armados muy celosos de su territorio…
Tomaría entonces las precauciones. Su declaración amorosa sería rápida, contundente, audaz, mediante un poema. Pero esto no funcionó, no pudo verla, se le esfumó la muchacha. Enamorado solo, aguantando bromas de sus amigos, le fue pasando el tiempo a Tulio Alfonso sin tener noticias de su amada. Hasta que un día, en una pequeña nota de prensa, leyó que su Olga querida, la de tanto encanto, sería coronada reina de las fiestas del barrio Los Rieles, el fin de semana próximo en una plazoleta de allá.
Entonces se preparó bien para asistir al acto de la coronación, a entregarle su lira, su ilusión, su arrebato de poeta enamorado. Y por supuesto, a declarársele a viva voz o por escrito. Así llegó el momento y la bella Olga, con blanco traje de satén y organdí, con adornos de menudas lentejuelas, recibió entre sus sienes una frágil corona que de manera solemne le colocó el presidente de los festejos, un señor de chaqueta negra con fuerte aliento etílico.
Enseguida todo el numeroso público aplaudió y pidió a la reina que hablara, que dijera algo, que diera un mensaje. Ella con mucha calma se puso de pie, tomó el micrófono en sus manos, miró a todos y dijo:
-Señores, voy a ser breve: espero que se diviertan mucho y que no haiga peo.
Más aplausos y pronto sonó música al ritmo de los Corraleros de Majagual, siendo la reina Olga la primera en hacer pareja con un enfranelado motociclista que no la soltó durante toda la noche.
Entre gente bailando y mucho ruido se marchó silenciosa la desilusión del poeta.