Jesús nos habla de semillas que germinan y plantas que crecen, para explicarnos cómo es el Reino de Dios. Y germinan y crecen porque Dios las hace crecer. El que siembra ni se da cuenta de lo que sucede.
Así es nuestra vida espiritual: Dios va actuando en nuestro crecimiento. Y va actuando lentamente y sin que nos demos cuenta.
Si somos terreno fértil Dios hace su labor dentro de nosotros, haciendo germinar su Gracia en nuestro interior. La semilla del Reino de Dios va entonces germinando y creciendo secretamente dentro de cada uno.
Venga a nosotros tu Reino, rezamos en el Padre Nuestro. Y … ¿cómo viene ese Reino? Con la frase siguiente del mismo Padre Nuestro: Hágase tu Voluntad. El Reino va creciendo en nosotros, secretamente, con igual fuerza vital que la semilla, cuando buscamos y hacemos la Voluntad de Dios en nuestra vida, tratando de que aquí en la tierra se cumpla la voluntad divina como ya se cumple en el Cielo: Hágase tu Voluntad así en la tierra como en el Cielo.
Si imaginamos a la semilla germinando dentro de la tierra … ¿se creerá que es ella la que se hace crecer a sí misma? Igual con nosotros: si damos frutos de santidad, de buenas obras en nuestra vida espiritual, hay que recordar que no son nuestros. Ese crecimiento es obra de Dios.
Cierto que tenemos que esforzarnos, pero todo es obra de Dios –como en la semilla. ¿Nos damos cuenta que hasta la capacidad de decidirnos y de esforzarnos nos viene de Dios?
Esta parábola es también un llamado a la paciencia: si observamos el crecimiento de una planta, veremos que este proceso es bien lento.
Y si el Señor nos dice que es un proceso lento como el de la semilla germinando, hay que tener constancia y paciencia para perseverar hasta el final. Esa es la gracia de la perseverancia final. Pero siempre confiando en Dios, recordando que –aunque tengamos que poner nuestro esfuerzo- no es uno mismo el que crece: es Dios Quien hace que nuestro esfuerzo y nuestras acciones tengan resultado.
Las lecturas sobre las semillas también nos hablan del final, cuando mencionan el momento de la cosecha –o de la siega. Y ¡ojo! se nos habla de dos opciones: premio o castigo, según lo que hayamos hecho en esta vida. No se nos habla sólo de premio, como muchos hoy en día dicen: “es que Dios es infinitamente Misericordioso”.
Y eso es cierto. Pero Dios no es infinitamente alcahueta, para permitir que nos portemos de manera contraria a sus designios y a su Voluntad. Eso no es lo que rezamos en el Padre Nuestro. Dios es Justo y es Misericordioso. De hecho, según Santo Tomás de Aquino, su Justicia viene primero y su Misericordia es una extensión de su Justicia. Dios es Misericordioso para hacer crecer nuestra semilla de santidad dándonos todas las gracias que necesitamos. Y es Justo para actuar en consonancia con nuestro comportamiento.
Y cuando nos habla del grano de mostaza que crece hasta ser un arbusto donde anidan aves, pareciera que Jesús nos está hablando de su Iglesia. ¿Quién hubiera pensado que aquel grupo pequeño de 12 hombres podía resultar en lo que es la Iglesia Católica hoy? Sólo Dios mismo podía hacer germinar esa semilla desde aquel pequeño núcleo que comenzó hace 2000 años en Palestina y se expandió por el mundo entero.
La expansión de la Iglesia ante la opresión y la persecución de los romanos es una muestra de cómo Dios la hacía germinar igual que al árbol de mostaza. Hoy también la Iglesia está acosada desde muchos ángulos. Dios también es atacado y negado.
Pero las parábolas de la semilla y la planta nos recuerdan que Dios sigue estando al mando. Que aunque parezca que estamos perdiendo la partida, sabemos Quién gana. Y si cumplimos su Voluntad, de que ganamos, ¡ganamos!
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