“Dos especies de manos se enfrentan en la vida/ brotan del corazón, irrumpen por los brazos,/saltan, y desembocan sobre la luz herida/ a golpes, a zarpazos”, nos dice Miguel Hernández señalando poéticamente, la ambigüedad de un instrumento maravilloso que puede ser a su vez, mensajero de vida o de muerte.
Ayotzinapa, ha terminado por ser mano que muestra un país sumido en la sombra de la destrucción, que si bien viene de lejos, se ha convertido en símbolo como lo fuera ayer Tlatelolco, de la lucha estudiantil en contra de las sombras de la muerte surgidas de las alianzas del narcotráfico y el poder institucional. Las manos que dispararon están al extremo de las que empuñaron lápices y libros.
«No todos los que tienen las manos juntas, rezan», dice un viejo proverbio. Especialmente si destruyen el legado artístico que por siglos se mantuvo al margen de guerras y destrucciones. Hace 14 años, fueron dinamitados los Budas gigantes por los talibanes y hace unos días, el Estado Islámico, destruyó el patrimonio universal del Museo de Mosul. Enemigos de la tecnología, se ayudan con martillos hidráulicos para hacer rápida la tarea de eliminar las expresiones artísticas de una cultura milenaria. Dicen poner en práctica las ideas de Mahoma leídas de otra manera por otros mahometanos. Los leones y toros alados asirios del siglo VII y VIII a.c., no lograron escapar y cayeron en medio del registro de su destrucción.
Las imágenes de los rostros apagados de mujeres y niños que huyen y aguardan en las fronteras iraquíes, muestran cómo la guerra apagó la infancia y sus juegos.El Estado Islámico a nombre de Alá les destruye ciudades y refugios. Cuerpos y almas. Apaga la luz en ojos y miradas perdidas y asustadas:“¿Quién lavará estas manos fangosas que se extienden/al agua y la deshonran, enrojecen y estragan?”, sigue preguntando el poema de Hernández en medio de la noche que vivimos de variadas maneras, en un mundo que destruye al Otro por pensar distinto. ¿Cómo recuperarán manos y brazos los estudiantes recientemente heridos en San Cristóbal?, preguntamos todos.
La mano que escribió El Quijote salvó –salvándonos en la riqueza de la lengua- al Cervantes que quedó manco en la guerra de Lepanto. Las de Kafka sublimaron el odio al padre apuntando a los estragos del Poder y el Estado. Las de Vallejo, la conciencia de la orfandad y del absurdo desde sus aportes personales al idioma. Las de Ramos Sucre escribieron sus tormentos y consumaron su suicidio en Ginebra, harto de las visiones del insomnio. Quizás las mismas que condujeron las del joven suicida que se tiró ayer desde su ventana, cuatro calles más allá de donde ahora vivo.
“Nadie lavará manos que en el puñal se encienden/ y en el amor se apagan” concluye Hernández y que hoy retomo, al pensar en las consecuencias históricas de medidas judiciales, convenios impagables, decretos, penas, exclusiones, palabras despojadas de su sentido y transformadas para ocultar, odiar, excluir, despojar, revertir y matar. Habrá que apelar a lo más profundamente humano que somos y construir las puertas que abrirán las manos que apagarán incendios, para recuperar el amor a la vida y lo que somos.