Releo la Epístola a los Romanos, de Pablo de Tarso, y vuelvo a descubrir nuevos aspectos, algunos asombrosos y casi desconcertantes, como cada vez que releo Hechos y las Epístolas de Pedro. Son tiempos turbulentos, de persecuciones y enfrentamientos, de prédica y martirios, de éxitos y derrotas, de conversiones y renuncias los que viven los Apóstoles en esos años cruciales en que tras la crucifixión de Jesús se hacen a la ciclópea tarea de fundar un nuevo pueblo, enfrentados a judíos – su matriz originaria -, a romanos – el imperio entonces más poderoso y extenso de la tierra – y a gentiles. No un pueblo cualquiera, ni siquiera un imperio a la medida cesárea, sino la ecúmene, οἰκουμένη, un pueblo universal, que abarque y habite la tierra entera: el cristianismo.
Muy profunda ha de haber sido la crisis que sacudía a la comunidad de Israel, muy graves sus disensiones internas y muy honda las aspiraciones mesiánicas de un mundo huérfano de Dios como para que un puñado de hombres, judíos todos y en el caso de Pablo, el Saulo de los fariseos, un hombre perteneciente a la estirpe más ortodoxa y obediente de la Ley mosaica, como para que encontraran oídos receptivos entre los pueblos sometidos a la influencia religiosa y cultural grecorromana – ya en franca aunque no visible decadencia – y pudieran echar a andar el proyecto más ambicioso de la historia de la humanidad. Unificar todas las razas y todas las etnias bajo un solo mensaje, el del hijo de Dios, Cristo Redentor. Armados de esa trilogía que demostraría ser invencible a través de dos milenios de historia verdaderamente universal: la fe, la esperanza y la caridad. Ésta última, en Pablo, bajo el concepto siempre reiterado del amor.
Pocas enseñanzas más a propósito para enfrentar tiempos de desajustes existenciales y tribulaciones sociales y políticas, que la de los Evangelios. Desde la proeza de Saulo y su conversión camino de Damasco, se han sucedido las guerras entre naciones, se han creado reinos e imperios, se han devastado regiones y continentes enteros, se ha desafiado el mensaje de fe, esperanza y caridad, se ha malinterpretado el mensaje mismo de Jesús, llevando la saña contra el pueblo de Israel, el pueblo de su carne y sus designios, al más ominoso de los crímenes cometidos por la humanidad, la Shoa. Sin que ninguna de esas creaciones, impulsadas por la vanidad – vanidad, vanidad, todo es vanidad, escribió el Eclesiastés – pusiera realmente en entredicho la Ecúmene. Ni la vocación salvífica de la Iglesia.
Pablo estaba urgido. En su Epístola a los Romanos cuenta de su deseo de llegar al confín del mundo: España. La muerte le impidió ese propósito. Había realizado tres viajes que lo llevaran desde Tarso a Jerusalén y desde allí, pasando por toda el Asia Menor y Grecia a Roma, donde bajo el reinado de Nerón sería decapitado. Su temor no era la muerte, como no lo era el de ninguno de los convertidos al cristianismo, llenos de fe en Jesús y la resurrección de la carne. Era no terminar su obra de cristianización. A esa tarea dedica todos los esfuerzos de su tiempo, al que llamó, lleno de preocupaciones apocalípticas y mesiánicas, “el tiempo que resta”.
Pienso a diario en esa dramática expresión paulina: “el tiempo que resta”, “el tiempo que urge”. Pues también nosotros, los venezolanos, a la medida de nuestras circunstancias, estamos conminados a cumplir el mandato que nos ha sido encomendado por nuestra fe: reunir nuestro dispersado pueblo y lograr que vuelva a reinar el amor por sobre el odio, la fe por sobre el descreimiento y la esperanza por sobre la derrota.
Hay un camino. Sigámoslo.