Lo primero que llamó la atención de Ivan Martynuchkin fue el silencio, el olor de las cenizas y el inmenso campo de varios kilómetros. Pero hasta el último momento antes de entrar, este soldado soviético no podía imaginar el horror que encontraría en Auschwitz.
«Al principio pensé que estábamos frente a un campo alemán», recuerda este veterano del Ejército Rojo, lúcido pese a sus 91 años.
Martynuchkin comandaba una unidad del 60º ejército soviético y recibió la orden de entrar en lo que después se convertiría en el símbolo del Holocausto perpetrado por los nazis.
«Nadie sabía en la época. Ni los soldados ni los oficiales. Quizás sólo los más altos mandos del estado mayor tal vez habían oído hablar», relata.
Entre 1940 y 1945, cerca de 1,1 millones de personas murieron en este campo, la gran mayoría judíos.
Ivan Martynuchkin tenía entonces 21 años y llevaba dos años luchando en el frente, en la reconquista de Ucrania con el «Primer Frente Ucraniano», en una división de infantería.
El 27 de enero de 1945 iba a ser un día como cualquier otro. La víspera los cañones tronaban a algunos kilómetros a lo lejos e Iván, al igual que sus compañeros, se imaginaba que comenzaría una nueva batalla.
Una vez en Auschwitz, recibieron la orden de revisar los alrededores y registrar casa por casa para detectar cualquier foco de resistencia nazi.
«Después empezamos a ver gente detrás de las alambradas. Era muy duro de ver. Me acuerdo de sus rostros, sobre todo de sus ojos, que dejaban ver lo que habían vivido, pero al mismo tiempo se daban cuenta de que estábamos ahí para liberarlos», cuenta.
Cuando los soldados llegaron al campo quedaban sólo 7.000 prisioneros, los más débiles. Los otros habían sido evacuados hacia Loslau (hoy Wodzislaw Slaski, en Polonia), una «marcha de la muerte» que permanecerá en la memoria de los detenidos que lograron sobrevivir, como un horror aún peor que lo que vivieron en los campos.