El proceso político venezolano que nos llevó de una democracia representativa en crisis al régimen socialista autocrático que hoy colapsa dejando en ruinas al país, puede y debe servir de advertencia ahora a los españoles que parecen estar viviendo una etapa muy similar a los antecedentes de la actual tragedia venezolana. Basta ver los noticieros y otros programas de ese país europeo para sentirse como de vuelta a ese pasado que hoy identificamos con una frase: “Éramos felices y no lo sabíamos”.
El caldo de cultivo es el mismo, la crisis de representatividad en la que muchas veces entran los sistemas bipartidistas como era el nuestro y es todavía el español. En esos sistemas democráticos funciona el llamado “péndulo” que hace que ambas opciones organizadas se alternen en el poder. Así, cuando fracasa un partido el otro se convierte en esperanza y viceversa. Pero la esencia de esa fórmula consiste en el posicionamiento antagónico de los partidos en pugna. Ese antagonismo por mucho tiempo solía ser ideológico y plantearse dentro de los clásicos espectros de izquierda y derecha, pero siempre enmarcado en un pacto de gobernabilidad mínimo que garantizaba la estabilidad del sistema de alternancia democrática. El caso es que la población electoral debe identificar diferencias concretas y profundas entre las propuestas del bipartidismo, para que se complementen realmente y sirvan de verdadera alternativa una opción de otra. Pero de repente el desgaste del poder, el excesivo pragmatismo y fenómenos erosionadores como la corrupción y el burocratismo, hacen que se desvanezca ese antagonismo quedando ambos partidos luciendo casi igual ante las masas decepcionadas. Hasta que un personaje carismático antisistema logra restituir el antagonismo dejando de un lado del péndulo al bipartidismo completo, o sea al sistema todo, y convirtiéndose en la verdadera alternativa de cambio. Aparece el hombre antisistema que sí va a lograr el cambio esperado. Aquí fue Chavez y allá se apellida Iglesia. La estrategia es usar el sistema para acabarlo desde adentro. Los partidos tradicionales son incapaces de reaccionar y salir a tiempo del letargo, dejando el camino casi despejado para que un advenedizo sin experiencia llegue de paracaídas al poder con la promesa de cambiarlo todo sin explicar nunca claramente el nuevo modelo.
Pero ¿Qué pasa después? Al principio la gente se complace con la destrucción de la institucionalidad vigente hasta ese momento, que fue previamente identificada como parte el problema. El cambio se convierte en fetiche pero poco a poco la gente comienza a darse cuenta que sus problemas reales siguen intactos. No hay realmente un nuevo modelo, las críticas terminan todas en excusas. Primero los culpables serán los partidos del pasado, y luego se buscarán otros responsables para tapar el fracaso. La comunidad internacional, los empresarios, los ricos, los imperios, serán declarados enemigos de la patria. La improvisación será la norma y nunca se asumirán las responsabilidades producto de una dinámica de victimización permanente. Pero el poder sigue siendo el poder y debe ser limitado para proteger al ciudadano común. Lo que pasa es que ya no hay sistema que lo limite, porque una mayoría electoral circunstancial decidió sustituir el viejo sistema por algo nuevo y desconocido. Entonces el poder, ahora ilimitado, se vuelve más perverso que nunca y en nombre del pueblo se comete cualquier fechoría impensable en aquella democracia que nos parecía tan mala pero que sin saberlo evitaba males mayores. El carismático hombre antisitema se convertirá indefectiblemente en caudillo y sus caprichos serán la ley. Los mismos medios y comunicadores que contribuyeron a la satanizacion del bipartidismo promocionando la nueva alternativa radical, serán víctima de persecución y censura. Se implementarán controles y se intervendrá la economía, ocasionando desempleo, escasez e inflación.
Si algún español llega a leer esto lo más probable es que piense: “España no es Venezuela”. Pues sepa que nosotros pensábamos igual: “Venezuela no es Cuba”. La verdad es que no sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos y un sistema político institucional por muy malo que parezca no puede ser sustituido por una individualidad . Claro, es más fácil creer en un cambio mágico que no dependa de uno mismo basado en un diagnóstico en el que la culpa de mi mal la tienen los demás. Pero el verdadero reto es renovar el sistema democrático institucional, influir sobre él, contribuir a la regeneración de la representatividad y entender que el problema de fondo no se reduce solo a los políticos sino a la sociedad toda. Es un camino mas lento, pero seguro. En España están a tiempo, aquí estamos ya sufriendo las consecuencias de esa inmadurez política.
Caso cerrado, el dictamen final lo tiene usted.
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