Cuando ustedes lean este artículo, espero que la amiga que me acompaña desde hace varias semanas se haya al fin despedido de mí, si es que no me ha despedido ella antes. Hay amistades que abruman y ésta, empeñada en afincarse dolorosamente en el sitio de la prótesis en mi cadera derecha, francamente no me ha hecho mucha gracia. Me refiero a esa señora inoportuna y cruel que se ha paseado triunfante por nuestro territorio: la chikungunya.
Quizás hoy, cuando conmemoramos con desgano el 184º aniversario de la muerte del Libertador, la tal epidemia sea una imagen acertada del país. Con desgano, porque ahora ni la prensa registra mucho el acontecimiento funerario como en otras épocas. Hemos cambiado. Estamos enfermos y es triste decirlo, pero lo estamos por lo que nos ha traído una quinceañera, desacertada, torcida y maligna apelación política al bolivarianismo. Tanto como la moneda que lleva su nombre está devaluado nuestro héroe nacional, gracias al ilegítimo difunto que fundó este desastre. Gracias continuadas a sus no menos ilegítimos seguidores. Dicen que ahora están enfrentados entre sí, pero ni eso anima, porque son todos tan perversos, todos, que cambiar uno por otro sería como aquello de salir de guatemala para entrar en guatepeor.
En este 17 de diciembre del aniversario luctuoso y tan cerca de una Navidad sin ilusiones porque no hay –al menos a precios asequibles- juguetes, ni productos básicos de comida, de ropa u otros enseres para celebrar las fechas festivas como antaño, es fácil que cunda y se riegue, como la chikungunya, la desesperanza. Si uno le pregunta a alguien cortésmente cómo se encuentra, las respuestas son de tan precario optimismo que asustan: aquí, llevándola; digamos que bien para no entrar en detalles; como el país; entre fuerte y dulce como el guarapo… Y eso si corremos con suerte y el interpelado no nos suelta la retahíla de males propios y ajenos.
¿Nos vamos a resignar con esta negativa situación? Al menos yo no, yo me rebelo y espero que conmigo muchos. No nací para la desilusión ni el desaliento, nací para la vida y ésta es buena porque esta llena de luchas, de triunfos o fracasos, pero siempre de alegría, porque vivir es ímpetu, caer y levantarse, jamás monotonía, un abanico de caminos, un caleidoscopio de posibilidades.
Hoy, casi nonagenaria, no voy a cambiar hacia el pesimismo. Apelo a la fe, a la confianza en Dios que nos ama, a nuestra Madre celestial que nos arropa con su manto, a los santos de mi devoción y hasta a nuestro Libertador vejado en su honor por quienes lo invocan para fines perversos. La respuesta se tarda, pero vendrá mientras haya hombres y mujeres como Ledezma, como Henrique, como Leopoldo, como María Corina… Quizás yo no alcance a verla… ¡pero vendrá!