Cada aparición pública puede ser la última del que fuera rey del ring, que celebrará hoy su cumpleaños en su ciudad natal, Louisville. Ni siquiera la efeméride hará que el Parkinson le dé una tregua. Ali sabe que el duelo está perdido.
El sábado se le pudo ver en una gran fiesta en Louisville. Los cerca de 350 invitados, entre ellos el que fue su entrenador, Angelo Dundee, lo recibieron con entusiasmo, con aplausos y con gritos de “Ali, Ali”.
El ex púgil sigue siendo el luchador que fue y que le convirtió en una de las grandes leyendas del deporte. Ali fue un grandioso artista de los puños, fascinó también fuera del ring con su carisma, trastornó el sueño de muchos que se pegaron al televisor en todo el planeta para seguir sus peleas.
Ali fue a partes iguales un provocador y un narcisista; condenó las injusticias, atacó a los poderosos y su lucha por los derechos de los negros y la oposición a la Guerra de Vietnam se convirtieron en sus banderas. El que fue tres veces campeón mundial de los pesos pesados es un héroe y un mito.
Encendido del pebetero olímpico como un reconocimiento
Cuando aún se llamaba Cassius Clay y tenía 12 años quería castigar a todo el que le robara la bicicleta. Trasladó su sensibilidad por la justicia al boxeo. Seis años más tarde, en Roma, con sólo 18 años, el astuto chico se convirtió en campeón olímpico. La medalla de oro acabó en el río Ohio porque le negaron la entrada en un restaurante de su ciudad natal debido al color de su piel.
Un nuevo reconocimiento de oro tuvo en 1996 cuando ante millones de espectadores de todo el mundo y con las manos ya temblorosas encendió el fuego olímpico en los Juegos de Atlanta. Ahí conquistó también a los que alguna vez le atacaron.
Ali era directo, pero también contradictorio. Nadó contracorriente, pero se amoldó al sistema por el dinero, por su progreso y por su vanidad.
Cuando se dio cuenta de que sus capacidades en el ring, hasta ahora inigualables, se vendían mejor con controvertidas declaraciones, dio rienda suelta a su talento retórico y se convirtió no sólo en un púgil sino en un “entertainer”. Aunque alguien no lo haya visto pelear, conoce su grito de guerra: “Soy el más grande”. Con sus rivales no fue tan benévolo: eran “feos”, “analfabetos”, “boxeadores de prisión” o “vagabundos”.
“He sacudido el mundo”, gritó en 1964 tras conseguir su sensacional primer título de campeón del mundo ante Sonny Liston. Después se convirtió al islam, pasó a llamarse Mohamed Ali y empezó a hacer historia con su grácil movimiento de pies, su rapidez, sus reflejos para evitar los golpes rivales y por “flotar como una mariposa y picar como una abeja”
Sancionado por negarse a hacer el servicio militar
La sanción de tres años que recibió en 1967 por negarse a hacer el servicio militar obligatorio en señal de su oposición contra la Guerra de Vietnam, corroyó el arte de Ali, que perdió los títulos de la WBA y del WBC.
Cuando regresó al ring en 1970, ya no era tan rápido ni sus pies se movían con tanta ligereza, pero sus peleas fueron más espectaculares que nunca y fue de nuevo campeón.
“Thrilla in Manila”, y sus combates contra Frazier
En el recuerdo quedan, sobre todo, sus peleas con con su gran rival, Joe Frazier, que murió en noviembre. El 8 de marzo de 1971 en Nueva York Ali sufrió ante Frazier la primera derrota de su carrera.
El tercer duelo entre ambos es quizás la mayor pelea de la historia del boxeo: el llamado “Thrilla in Manila” los enfrentó el 1 de octubre de 1975 en el calor tropical, una matanza sin compasión durante 14 rounds que culminó sólo cuando Frazier, tan masacrado como Ali, dijo “basta” por orden de su entrenador.
“Llegamos a Manila como jóvenes campeones y salimos como dos viejos”, admitió más tarde Ali.
Pero Ali, como muchos boxeadores, no supo poner fin a su carrera en el momento adecuado. Ya afectado por la enfermedad que lo asola, perdió el 11 de diciembre de 1981 en un conmovedor combate ante el canadiense Trevor Berbick. La pelea, conocida como “Drama en las Bahamas”, entró también en la historia.
Sigue siendo imposible de demostrar que los 29.000 golpes recibidos en la cabeza durante su carrera hayan sido la causa del Parkinson.
Ali, padre de nueve hijos y casado en cuatro ocasiones, no se lamenta de nada y asume la enfermedad como “una prueba de dios”. “Morirás un día, así que está preparado para ir al cielo y vivir feliz eternamente”, es su credo.
Según su hija mayor, Maryum, la enfermedad de Ali se encuentra ya en sus últimos estadios y acabará por provocarle la parálisis total.
Ali ya no puede hablar y sólo por las mañanas, al levantarse, susurra algunas palabras. “Tres décadas de Parkinson es algo horrible”, dice Blair Ford, profesor de neurología de la Universidad de Columbia.
“Pero no está deprimido”, asegura Abraham Lieberman, director del Mohammed Ali Center en Phoenix.
“Se alegra de que la gente lo reconozca, y siempre dice que prefiere sufrir aquí que en el más allá”, afirma Maryum.