Más propaganda, menos información

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Si en algo se asemejan cada vez más los gobiernos de Cristina de Kirchner, Rafael Correa y Hugo Chávez es en la aplicación de estrategias de comunicación, en las que prima un descomunal y costoso aparato de propaganda, así como un arbitrario control de la información oficial.

Contrario a principios constitucionales que imponen a los gobiernos límites en materia de propaganda y demandan transparencia en el manejo de la información pública, Chávez, por ejemplo, hace caso omiso que debe informar en forma «veraz y oportuna» del cáncer que lo aqueja; Correa crea medios de comunicación que no usa como públicos y la presidenta Kirchner utiliza cadenas obligatorias en radio y televisión para hacer anuncios que a veces son de dudosa urgencia y relevancia.

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Aún peor, tanto en Venezuela como en Argentina los gobiernos se niegan a promulgar leyes de acceso a la información pública que existen en casi toda América Latina, mientras que en Ecuador esa legislación que obliga al Estado a ser transparente quedará eliminada cuando se apruebe la Ley de Comunicación, que impone ética y restricciones a medios privados, olvidándose de los públicos.

El texto legal ecuatoriano tiene similitudes a las leyes de medios creadas por Chávez y Kirchner, que han servido para limitar las funciones de la prensa privada, crear medios públicos y programas periodísticos adictos al gobierno, en los que se potencia la polarización ideológica y la confrontación de clases, aspectos cada vez más notables en estos tres países.

Chávez, Kirchner y Correa enmascaran la creación de monopolios estatales informativos, con sus críticas continuas a los oligopolios privados, a los que descalifican por mercantilistas, corruptos y mentirosos. Sin embargo, la experiencia demuestra que las empresas privadas suelen fomentar la innovación y crear competencia y empleos; mientras que las empresas públicas, salvo algunas excepciones latinoamericanas, son caldo de cultivo para el nepotismo, la corrupción y el despilfarro económico.

Correa acaba de incrementar su arremetida contra los medios privados pidiendo a sus ministros que no les ofrezcan entrevistas ni publicidad oficial. Una política del garrote contra medios críticos que hizo oficial el 28 de julio, pero que practica desde el comienzo de su presidencia. Se trata, también, de armas habituales de disuasión a la crítica que se utilizan en Bolivia, Nicaragua, Venezuela y Argentina, pese a que en este último caso, la Corte Suprema de Justicia ordenó al gobierno no discriminar a los medios y a distribuir la publicidad con criterios técnicos y de transparencia.

La estrategia de Kirchner, Correa y Chávez es prodigar insultos a los medios independientes, acusándolos de mentir o no cubrir las «buenas noticias». Así se eximen de dar conferencias de prensa, justificando dar mensajes únicamente por Twitter, en actos públicos y a través de cadenas obligatorias que han sido desnaturalizadas de su propósito original para informar sobre asuntos de urgencia nacional, como catástrofes o cuestiones de salud pública.

Chávez es el más prolífico y ha batido hasta los récords que mantenían Alfredo Stroessner y otros dictadores de derecha. Desde que asumió en 1999 hasta junio de este año, las radios y televisoras venezolanas fueron obligadas a trasmitir 2.334 discursos. Por su parte Correa, desde 2007 lleva más de mil cadenas nacionales y casi 300 emisiones de «Enlaces ciudadanos» programa en el que por horas critica a opositores, jueces, ciudadanos y periodistas. Kirchner, por su parte, ya lleva 12 cadenas nacionales desde que asumió hace ocho meses, aunque su estrategia de propaganda más poderosa es Fútbol para Todos, un plan de trasmisión gratuita de partidos, cuya inversión millonaria sobrepasa la de proyectos de asistencia social dedicados a salud, escuela o viviendas.

Pese a todas estas arbitrariedades, no hay que confundir. El uso moderado de la propaganda es bueno y necesario. El problema es cuando los gobiernos abusan de ella en detrimento de su responsabilidad a informar en forma veraz y transparente. Cuando ello sucede, el rédito  político y electoral puede ser inmediato; pero, a largo plazo, indefectiblemente conlleva al deterioro de la democracia y a la pérdida de confianza en las instituciones.

 

 

 

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