Cecilia nació en Carora en un hogar vocacionado a la literatura y a la música, sus padres por décadas se erigieron en el bastión humano del Teatro Alirio Díaz y de la Casa de la Cultura, debe ser por estar su alma inspirada en la búsqueda del esteticismo que al graduarse de bachiller no encontró caminos en las vocaciones usuales y decidió dar un salto a Castalia y entablar relación de discípula con un maestro que al estilo de Josef Knecht la guiara por la Rayuela de su superación intelectual y espiritual.
Nadie mejor para esta tarea hermética que el tutor existencial de su padre, el doctor José Manuel Briceño Guerrero a quien sus discípulos cariñosamente llaman El Viejo, quizás para indicar que es un sabio de la antigüedad reencarnado como avatar de los tiempos modernos.
El Viejo se había graduado de doctor en letras, filosofía, filología, dominaba 19 idiomas y otros tantos dialectos, además de tener publicadas decenas de libros, ensayos, novelas, cuentos, poesía, los cuales estaban traducidos en muchas lenguas. Cecilia solamente tenía un sueño y la inquietud caroreña de abrir puertas donde solamente existen portales de templos derruidos.
Construir una sinergia entre la visión cósmica de un ser que tenía como misión la heroicidad del demiurgo y una jovencita con alas de perdiz no era algo viable para los estándares cartesianos de quienes asumimos la sociedad como la hoguera que nos ilumina y al mismo tiempo nos calcina en la ida y vuelta de sueños inconclusos. Pero El Viejo y Cecilia no desfallecieron en el intento y montados en los extremos del esfuerzo vital predicado por Gurdiej, durante siete años, todos los días y de seis de la mañana a siete de la noche, inventaron un aula donde la mente ganó su juego de abalorios.
Se inscribió Cecilia en la Escuela de Letras de la ULA para darle sentido práctico a sus estudios y fue avanzando semestres bajo el esquema de presentación de exámenes por suficiencia, no obstante no había baremo para justipreciar que leyera la Biblia en latín, a Homero en griego, a Goethe en alemán, a Shakespeare en inglés, a Rimbaud en francés y que sobre estos y otros autores tuviera dominio de contextos históricos y filosóficos.
Por ello Cecilia pudo romper el cascaron del localismo conceptual pero sin escenarios reales donde poder descansar de sus vuelos teosóficos regresa a Carora para cobijarse del frio cósmico que produce la soledad intelectual. Allí logra acoplar sus conocimientos con estudios formales pero sin disfrutar de las tormentas prometeicas que nacían de sus diálogos con el viejo maestro.
Muere El Viejo y Cecilia ahora se pregunta qué significa la Universidad sin el ejercicio del pensamiento universal e integrador. No puede ser la Universidad un mero centro para aprender profesiones utilitarias. Reinicia así Cecilia sus diálogos con El Viejo, descubriendo que su maestro no ha muerto, que sus enseñanzas siguen vivas y que dentro de ella se ha roto definitivamente el cascaron que la atrapaba en los miedos. El Viejo ha liberado a Cecilia y le ha dado fuerzas como a Harry Haller para que domine al lobo estepario que la acecha en los rincones de su intimidad.
