“Si recoges a un perro de la calle hambriento y le haces grata la vida no te morderá jamás, esa es la principal diferencia entre un perro y un hombre” (Mark Twain)
¿Para qué querer tener un millón de amigos, si la mayoría lo son solo en los buenos momentos? ¿Para qué si tengo conmigo en las buenas y en las malas al que no sabe de mentiras ni traiciones, que no cobra por quererme, protegerme, ser callado, humilde y paciente, que me espera y me recibe con amor y alegría cuando llego a la casa? “Un mundo de expresión es su mirada y un lenguaje su cola en movimiento, su lamido es un beso al sentimiento”. (Kronfle)
¿Para qué un millón de amigos si tengo conmigo a ese ser que vale más que el oro, que ha sido a través de la historia seguro y fiel compañero del hombre, sobre todo en los años en los que la soledad golpea con mayor rigor la vida?
Sabios y maestros en el arte de enseñar a vivir en armonía y sabiduría es el perro y son los libros, amigos y fieles compañeros hasta el final. Los tengo a los dos en mi casa, ¿Para qué quiero más?
Se murió mi perrita Cándida a quien llamábamos carita de ratón por su evidente rostro y Boccelli porque igual que al tenor a ella la volvió ciega un golpe en la cabeza. Hace siete años después de haber sido atropellada por un carro llegó esta perrita a mi vida como una bendición. Siete años duró conmigo hasta que se enfermó y murió a pesar de los esfuerzos del veterinario doctora Milena Pérez, por sacarla de la grave enfermedad que padecía.
Qué difícil es ganar a la muerte una partida cuando decide llevarse a un ser querido sin nada que la detenga. Ella llega, juega y termina ganando la partida, sacándonos del mundo con un escalofriante jaque mate.
Era fría la madrugada del once de Octubre; en mi corazón ardía la fe como crepitante leño, la mañana se iba rasgando entre encajes de seda y color de capullo, una hoja corría tras la huella que dejaba la peregrinación de unas hormigas. A pasos agigantados mi perrita perdía su batalla por la vida. El viento mordisqueaba los racimos de su tiempo que como velita se iban consumiendo, mientras ella continuaba unida a los recovecos de su propio ensueño. En los nidos callados se escuchaba el gorjeo de las aves mientras que en los sauces y los líquenes dormían plácidas las hojas. Los minutos y las horas iban pasando aprisa, al llegar las cuatro y media Cándida dejaba de respirar apagada en su propia llama. Al esculpir el brasero de su fiebre, a ratos sentí a la muerte vacilar para no turbar sus ganas de vivir. Se quedó dormida, ajena a la penumbra del olvido. Mi alma se hizo trueno, fluyó un torrente de lágrimas, mi voz sonó como grito apagado de montaña. Apoyándose en mi pena como en un tronco de araguaney, la luz daba vida a un nuevo amanecer.
Adiós mi amiga fiel, mi compañera. Como una velita lentamente te fuiste apagando sin una queja, sin desespero, hasta que ya no hubo fuerza para resistir. Te fuiste dejando mi corazón entristecido y un vacío espantoso en tu rincón. Dejaste mi canto de amor perplejo.
He cantado a la alegría, a las penas, a los sueños, al hastío, a la tristeza, al olvido, pero ha sido duro interpretar tu partida, aunque sé que humanos y animales llegamos al mundo entre alegrías, como sé que un día nos iremos como el ocaso asidos a las alas de un pájaro.
Adiós mi amada perrita. ¡Sube Cándida! ¡Sube y no te detengas! Arriba te espera la alegría, la libertad es plena y verdadera. Te recordaré por siempre agradecida.
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