Así calificó el presidente Nicolás Maduro lo ocurrido en Quinta Crespo, en pleno centro de Caracas.
Extraños sucesos. Ciertamente, pese a que los brotes de violencia no tienen nada de insólito en un país donde unas 50 personas caen abatidas diariamente y ser atracado es algo tan común que ya forma parte de los hábitos ciudadanos esconderse el teléfono celular, y el dinero en efectivo, en las partes íntimas, pese a que eso es cuestión rutinaria, no ocurre todos los días que efectivos de la Brigada de Acciones Especiales (BAES) del Cicpc, tomen por asalto la sede de dos emblemáticos “colectivos” oficialistas, para dar de baja a cinco de sus fichas.
Algo se trastocó en la relación del Gobierno con estas facciones, cuyos miembros son señalados de repente por el director del Cicpc, José Sierralta, de pertenecer a peligrosas bandas delictivas. En medio de su dolor, familiares de los abatidos han gritado en la morgue que ellos eran viejos aliados del chavismo, y para probarlo han puesto a circular fotos en las redes sociales en las que aparecen en franca camaradería con altos funcionarios.
La oposición se ha quejado, por su parte, de que estos grupos han sido financiados, entrenados, pertrechados y revestidos de impunidad, para amedrentarlos, aplastar a sangre y fuego las protestas y mantener aterrorizadas a las comunidades.
Ahora bien, ¿quién armó a estos grupos nada clandestinos, que por lo contrario hacen clara ostentación de su fuerza, de sus patentes ideológicas, y hasta se atreven a lanzar amenazas y públicas declaratorias de guerra?
Si José Odreman, líder del Colectivo 5 de Marzo, y sus lugartenientes, estaban implicados en un doble asesinato, como afirmara el jefe de la policía científica, ¿no debió acompañar ese alegato con la especificación del caso al cual se refería?
Hay mentiras enteras y verdades a medias en todo esto. La impresión generalizada es que se oculta información. El país tiene derecho a saber. Esto queda en evidencia con rasgos dramáticos cuando los medios televisivos y radioeléctricos lucen distraídos, reacios a ver y describir los deplorables acontecimientos que desfilan frente a nuestros ojos. El acto de colocarse las vendas de la autocensura lo traducen, libre y torcidamente, como “imparcialidad”.
La opacidad es dispuesta desde la cima de instituciones fundamentales. Lo que sí es evidente es que se ha repetido la historia de otros grupos armados desde el poder, en diversas partes del mundo. Estamos en presencia de una fuerza paramilitar, que se salió del control de sus creadores. Es un monstruo que cobró vida propia en los laboratorios oficiales. Así pasó, con sus matices, en Colombia. Y en México, con el devastador saldo de criminalidad que atormenta a esa nación. También allí irrumpió el fenómeno de ex policías que engrosan ejércitos privados o escuadrones de la muerte.
Estamos suficientemente alertados. El fracaso de 20 planes de seguridad es una alarma estridente. Es un drama que debe ser encarado por instituciones legitimadas en su estricto apego a la ley, por policías profesionales.
Por un Estado conscientes de esta delicada coyuntura. Si el crimen de un diputado es tomado como acicate para la revancha y el alegre señalamiento de los culpables de la primera hora, y si la difusión de sus fotos en la morgue se torna más condenable que las circunstancias que lo llevaron a tan trágico fin, es signo de que vamos por mal camino. La nación toda lo siente así, desde hace mucho. No llegamos hasta estas orillas de improviso, ni por causas desconocidas. No se trata, en ningún caso, de “extraños sucesos”.