Las democracias occidentales se estructuran sobre una plataforma legal donde confluye lo más elaborado del pensamiento positivo junto al sentimiento de tolerancia y piedad que introduce el cristianismo a través del Derecho de Gentes. De esta manera quienes vivimos en el marco de constituciones que tienen su raíz en el Derecho Romano somos herederos de unos paradigmas morales que tienen su centro en una justicia basada en la trasparencia de las relaciones entre el Estado y los ciudadanos, para así poder garantizar el dominio de la ley frente a cualquier tentación personalista de quienes ostenten el poder.
De esta forma nuestras interrelaciones cotidianas estas regidas por normas que contienen principios filosóficos y procedimientos instruidos por el pensamiento positivo donde lo verificable es la premisa fundamental del análisis teleológico. Pero mas allá de estas consideraciones superestructurales lo que sentimos los ciudadanos de a pie es que la democracia tiene que estar montada sobre verdades compartidas y observables y no sobre una retorica altisonante que ni responde a las exigencias de la Doctrina Constitucional ni a la lógica fogonera de quienes ocupamos las gradas del escenario político.
Cuando existe flagrancia en el incumplimiento de los deberes que la Ley le exige a los gobernantes el derecho de los ciudadanos queda en la práctica anulado y si a esto agregamos que se borran del menú oficial el conjunto de principios éticos, donde los inspirados en la religión son ineludiblemente cotidianos, tenemos como resultado una sociedad colapsada donde priva la ley del más fuerte, dejando a las mayorías excluidas de toda protección legal.
Por eso la violencia y la muerte en nuestro país es un drama endémico que genera tantas o más bajas que una guerra civil, por ello el llanto y la impotencia de madres viudas y huérfanos no logra traspasar lo noticioso porque para los gobernantes la inseguridad es un complot mediático que forma parte de una estrategia internacional que pretende acabar el vuelo humanista de la revolución.
Pero ojala y quienes están instalados en el Poder motivaran sus actuaciones en alguna teoría política sobre la cual pudiera debatirse y que el cruce de ideas pudiera concluir en una alguna síntesis benéfica para el país, ojala y que fueran los intelectuales de Aporrea quienes sujetaran las riendas de esta cabalgata frenética hacia ninguna parte, ya que al menos las reglas del juego estarían montadas sobre el pensamiento y no por las insondables aunque presumibles intenciones de los grandes jefes.
Vivimos en una democracia donde el secretismo nos ha relegado a la oscuridad. Nada que debamos saber nos es revelado si contraviene los intereses del Poder. Vivimos en el Dominio de lo Sórdido donde la violencia y la muerte de quienes nos refugiamos en apriscos es algo episódico que no requiere medidas especiales, mientras que la muerte de un dirigente del oficialismo es un magnicidio sobre el cual no se aceptan condolencias sino que se pretende convertir a los contrarios en un ditirambo que denosté al imperio, sin saber nadie quienes son los culpables del doloroso, deprorable y macabro crimen. Ahora vivimos bajo el dominio de lo sórdido, pero la luz se asoma. La espada de San Miguel se abre paso, estamos ganando.
El dominio de lo sórdido
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