Supongamos que aedes albopictus hace de las suyas en la piel de un venezolano promedio. Este en cinco días habrá conocido el infierno desde su casa. Encenderá el televisor para escuchar las noticias, leerá el periódico hasta que se le cansen las manos. Saldrá a la calle creyendo haber resucitado y volverá a su aturdimiento entre sábanas tejidas y sarpullidos color canela. Tal vez se parezca a su país. Esta es su semana.
Día 1 (la picada):
Hay rumores y desasosiego: el Gobierno ha decretado una nueva guerra en Venezuela. Una ofensiva a medio camino entre la alucinación y la bacteriología. La enfermedad es innombrable. Las articulaciones están rotas y el cuerpo manchado de rojo reclama descanso. Hay muertos y sobrevivientes. La bandera es una sábana para calmar escalofríos.
Día 2 (el reposo absoluto):
Los médicos no pueden hablar de las enfermedades porque los multan. Los economistas no pueden hablar de las cifras porque los censuran. Los humoristas no pueden hablar del país porque los despiden. Los estudiantes no pueden hablar de sí mismos porque los castigan. En un país de abusos, el diagnóstico reservado es el silencio.
Día 3 (el encierro):
El país atraviesa una larga cuarentena y nadie, siquiera en el exilio, puede salir de ella. Con su fiebre y su letargo, el país se empeña en ser ajeno. Nos quedamos: lo sufrimos. Nos vamos: lo extrañamos. Ninguna opción satisface. En todas terminamos dejándonos. El destierro es un abismo portátil y todos los días nos toca negociar el desarraigo. No importa tanto el destino: irse es arrimar los límites. Uno mismo, en cierta medida, es el adiós.
Día 4 (el paseo o la falsa mejoría):
El centro de la ciudad está tomado por tanquetas y guardias. Paran el tráfico, cierran las calles, cuidan el perímetro con severidad y orden. Están resguardando a la ciudadanía de una amenaza nacional: los estudiantes que protestaron las últimas semanas van a audiencia en tribunales. Para el Gobierno son prisioneros de alta peligrosidad, agentes del terror, emergencia histórica. No importa cómo ni a quién le toque: la justicia venezolana es una ruleta averiada.
Día 5 (la recaída):
Pocos días después del Día Mundial de la Arepa, Empresas Polar inserta el apocalipsis en la cesta básica del venezolano: no seguirán produciendo Harina PAN por los altos costos del maíz. En la calle aún no se habla de eso. La gente está concentrada en llevarse el aire de los anaqueles vacíos y transar el bienestar con algún buhonero. Hoy tenemos mucho menos. Hoy aprendimos a racionarnos la prosperidad.
Del seis para arriba (el tratamiento):
La tristeza es un contagio colectivo. Es la enfermedad y el agente. Pero también es el agua estancada y los poros abiertos. Los exámenes abundan y los resultados llevan siempre a lo mismo: quitarle la sangre al otro no va a limpiarnos la nuestra. Ya que fallan los remedios y las salidas de emergencia, hay que procurarse una cura doméstica, un analgésico que nos ayude a recobrar, expandir y consolidar el bien más preciado que hemos perdido después de todos estos años: la esperanza.
@zakariaszafra
Cinco días de reposo (o tengo chikunguña en la esperanza)
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