Todavía el ciudadano sensible no se recupera de una noticia que nos afecta como sociedad: la muerte de una pequeña, de apenas año y tres meses de edad, a manos de su madre, en la comunidad barquisimetana de Tierra Negra. Un drama sombrío que pudo tener consecuencias mayores si los vecinos no detienen a los otros hijos, dispuestos a linchar a quien acabó con la existencia de la más pequeña de la familia.
Esta situación, que ocurrió en la capital larense y, ciertamente, pasa en otras ciudades del país y del mundo, obliga a una reflexión profunda del ser humano con respecto a su compromiso con el otro.
No era un secreto que la niña (como también sus hermanos), era objeto de maltrato y abandono. Con una denuncia y la actuación (que siempre se espera diligente) de los organismos, hoy esta pequeña que apenas amanecía a la vida estaría viva. Pero el silencio cómplice se impuso, por esa extraña costumbre de no perturbar, de no molestar, de “no meterme en lo que no me importa”. Las páginas de sucesos abundan en hechos similares y siempre alguien escuchó, vio o admitió, casos dramáticos de violencia familiar. Una llamada a tiempo o una denuncia anónima puede salvar a una mujer indefensa ante su propia tragedia o a los hijos nacidos en hogar equivocado.
Son lecciones para el mañana. Poner un alto al horror que puede marcar un destino, también nos compromete como sociedad y pasa por evitar una muerte física e incluso una agresión moral.
Desde otra perspectiva, en el día a día del venezolano, estamos sometidos, sin saberlo, a un creciente abandono social y, en este caso, de parte del Estado que debe actuar como protector pero es maltratador. Lo peor no es saberlo; es acostumbrarnos.
La fatídica cola por un alimento condena a la humillación, mientras el malogrado salario ya no alcanza para completar la cesta básica ni permitirse una enfermedad.
Mientras, el Gobierno, somete al pueblo a una agotadora tensión al intentar, día tras día, de convencerlo de la importancia de medidas en las cuales ni ellos creen.
La más reciente fue la llamada captahuellas para controlar el consumo. Después de no pocos días de tensión, en la informalidad de un acto del PSUV, el Presidente anunció que el sistema sería “voluntario” sin entender nadie el sentido exacto de la palabra “voluntario” en revolución.
Pero lo cierto es la angustia de quienes, si antes no lo hicieron, ahora vuelan a buscar cualquier producto escaso, “por si llega la captahuella y no podemos comprar”. Hay una angustia legítima del ciudadano.
Con el aumento de la gasolina ocurrió algo similar: tanto se cansaron de convencer a la gente de lo “pertinente de la medida” que el rechazo al incremento subió de un moderado 32% a superar el 50% en el sentimiento de una población desconfiada con el uso posterior de este impuesto directo.
Con el sistema cambiario la suerte no ha sido mejor. Ya todos enterados de la “unificación”, el Presidente gritó “a los burgueses” que se olviden “porque el control cambiario seguirá”. Sólo falta que un día, en coro, el Gabinete cante en cadena nacional: “Cayeron por inocentes, cayeron por inocentes…”.
El economista José Guerra recordó que el mandatario anunció un paquete de medidas, por primera vez, para el 23 de abril de este año; luego lo aplazó con fecha 15 de julio y después lo reprogramó para un pasado 15 de agosto. Y así, todos los días, existe la “amenaza” de una medida que genera zozobra y angustia. Que el Gobierno tome nota: los ciudadanos se cansan de la injusticia, la burla y la necesidad. Y cuando un pueblo despierta, ni cadenas, tortura o represión lo pueden detener.