El Silencio de Unasur y Mercosur

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Crónicas de Facundo

Quizás por acostumbrados – dadas nuestras desviaciones culturales e históricas – a que la palabra del gobernante de turno y sus arbitrariedades se acepten como dogma de fe, viéndolo situado por encima de las leyes, poca relevancia le damos al golpe de Estado que acabamos de presenciar y que, en propiedad, entierra lo que nos queda de experiencia democrática sustantiva en Venezuela. Y no exagero.

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Cabe recordar que la democracia no es un mero procedimiento para la toma de decisiones políticas, mediante el voto, y el mismo voto, a la vez, es algo más que un mero acto ritual. La democracia es una forma de vida, un estado del espíritu, un derecho de los pueblos que los gobiernos tienen el deber de asegurar. En fin, la democracia es respeto y garantía a los derechos, apego de los funcionarios al Estado de Derecho, vigencia del pluralismo político, elecciones «justas», y como ancla de todo lo anterior separación e independencia de los poderes, sobre todo autonomía de los jueces en sus tareas de control. No por azar cabe decir, que no hay democracia allí donde falta alguno de dichos elementos esenciales, así realicemos elecciones.

Los golpes de Estado no se reducen a los cuartelazos o las insurgencias armadas contra el poder constituído, sino que, como lo sostienen apropiadamente Gabriel Naudé o Malaparte y también Hans Kelsen – a quienes cito en mi último libro sobre la Historia Inconstitucional de Venezuela – ocurren los golpes cuando, a través de violaciones abiertas o encubiertas de la legalidad se refuerza el poder de quien lo ejerce. Y no cabe duda que el trastrocamiento de la sustancia de la democracia ocurrido entre nosotros, bajo la cubierta de formas jurídicas sacramentales vaciadas de todo contenido, tienen como único propósito hacer crecer aún más el poder ya ilimitado del inquilino de Miraflores.

En orden a lo esencial cabe decir que la separación de Venezuela del Sistema Interamericano de Derechos Humanos y su alejamiento de los controles que sobre los Estados ejercen sus órganos – la Comisión y la Corte Interamericanas – implica una abierta violación de los artículos 23 y 31 de la Constitución de 1999. Ellos mineralizan dentro del bloque de la constitucionalidad a los tratados sobre derechos humanos, a la vez consagran el derecho de toda persona «al reclamo de sus derechos» a nivel internacional y cuando el mismo Estado no provea adecuadamente al respecto.

De modo que, al situarse el Jefe del Estado por encima de los tratados señalados y de la misma Constitución que ha jurado acatar, ocurre un golpe a la soberanía popular, pues es al pueblo a quien se le retira – mediante un acto de gobierno – su derecho constitucional «al reclamo de los derechos», en suma, su derecho a obtener la tutela internacional de los derechos cuando éstos le sean violentados impunemente por el propio gobierno y sus funcionarios.

Pero cabe agregar, en tal orden, que el golpe de Estado que el mandatario venezolano le asesta a la Constitución y la democracia, parte de otra desviación desgraciada propia de esta hora. Una buena parte de los gobernantes latinoamericanos, tocados y ganados en lo íntimo por la tesis sociológica del «gendarme necesario», así se vistan de paisano, aprecian a la democracia y sus libertades como un privilegio propio, destinado únicamente a cuidar de sus empleos. Mas tratándose de los derechos de los ciudadanos a quienes gobiernan, los estiman como concesiones que ellos dispensan a su arbitrio.

Recién los presidentes de la UNASUR y del MERCOSUR, al considerar que a unos de sus pares – el ex Obispo Lugo – se le niega el «derecho a defenderse» de un modo suficiente cuando el Congreso de su país le juzga y destituye con apego a la misma Constitución, optan por sancionar al Estado respectivo – al Paraguay – sin permitirle defenderse y afirmando que tal derecho sacrosanto a la defensa se encuentra situado por encima de la soberanía. No ocurre lo mismo, sin embargo, cuando uno de estos gendarmes del siglo XXI decide retirarle los derechos y sus garantías a la tutela y defensa de tales derechos a quienes gobiernan, tal y como acaba de ocurrir en Venezuela.

La reacción del Secretario General de la OEA y de la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos no se ha hecho esperar. En contrapartida, las señoras Russef y Kirchner y los señores Mujica, Correa, Morales y hasta Santos, quienes al rompe reaccionan frente a los sucesos del Paraguay, esta vez mantienen un silencio proverbial que desnuda la tragedia de nuestras naciones. Como parece y por lo pronto estamos condenados a no disfrutar de los bienes superiores que se desprenden de la dignidad humana y que en 1945 se los gana el mundo por sobre la tragedia del Holocausto.

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