Nuestro siglo XX comienza teniendo las manos sobre las riendas de la República de Venezuela un personaje atrabiliario, como los de ahora, a quien sus detractores llaman el Cabito. Se trata de Cipriano Castro, andino, gestor de la República Militar que cristaliza con Juan Vicente Gómez, otro andino.
Y cuando se aproxima el siglo citado hasta su abismo, en su proximidad al siglo corriente, el país tiene como conductor a otro andino más, pero muy distinto de los anteriores. Es el emblema de nuestra civilidad, como José María Vargas. Se trata de Ramón José Velásquez Mujica, quien cumple 77 años al apenas asumir el poder y frisa los 98 años al despedirse, hace pocos días, en Caracas.
La República de partidos, que deja de ser tal para el momento en que nos gobierna, hecha rompecabezas, exige de los cuidados urgentes de este hombre con sentido del equilibrio, de visión profunda y capaz de otear más allá de las circunstancias, como de empujarla sin maltratos hasta devolverla a manos de sus verdaderos dolientes, los electores de diciembre de 1993.
Ramón Jota, como le llaman sus afectos próximos, nace en San Juan de Colón, estado Táchira, y gradúa como doctor en Ciencias Políticas y Sociales en 1942, en la Casona de San Francisco, sede primaria de la Universidad Central. Pero a lo largo de su vida es esencialmente periodista, hasta que lo conquista el frustrado candidato Diógenes Escalante para hacerlo su colaborador en tiempos del general Medina Angarita.
Tiene a su cargo, más tarde, la dirección de los periódicos El Mundo y El Nacional, mas se le recuerda por su exitoso desempeño como secretario de la Presidencia durante el gobierno de Rómulo Betancourt, a partir de 1959. Y se le tiene presente por la obra de recopilación documental sobre nuestra Historia ilustrada. Le da vida al Archivo Histórico de Miraflores asegurándole al país su memoria. La cuida de quienes intentan reescribirla, como hoy ocurre con inescrupuloso desenfado.
Ha sido Ramón Jota, hasta su hora final, el gran componedor de la comarca, el hombre-puente que en su instante contribuye a que la animadversión que determinados sectores de la vida nacional le profesan a Betancourt, desde mucho antes, amaine. Facilita la gobernabilidad. Y lo logra, con su sereno espíritu observador de hombre de montaña, quien sabe administrar sus palabras.
Como andino es intuitivo, y como hombre de libros y pensamiento denso, opone la racionalidad a los puñetazos. Nos conoce como nadie y describe con trazos de maestro: «En el camino de asegurar el comienzo de esta nueva etapa de la vida nacional, que no es otra que librar de riesgos a la democracia [hemos de] reconstruir la unidad espiritual de los venezolanos, tan resquebrajada por la fiera lucha política a la que hemos asistido en los últimos años», son sus palabras al tomar posesión de la Casa de Misia Jacinta, el 5 de junio de 1993.
Su gobierno es breve, pero tanto o más crucial que el más breve gobierno de otro maestro ilustrado de nuestro siglo XX, Edgard Sanabria, en 1958. Y ante los ataques de hora nona en que las pasiones políticas desbordan y le abren las compuertas a la tragedia que hoy vive Venezuela, el presidente Velásquez responde en seco: “Yo no tengo más riqueza que mi moral y a los 78 años de vida no se cambia… Esa vaina no”. “Yo sólo respondo por mí y por el país”, ajusta.
“Nuestra Historia contemporánea –dice el presidente Velásquez al despedirse del poder con otra enseñanza imperecedera– ha girado alrededor del Estado. Durante setenta años de este siglo, y hasta no hace mucho, el centro de las disputas era la cercanía con el Estado debido a su gran papel distribuidor de la renta… Ese Estado, fundamento de los hábitos de Venezuela en este siglo, ya no existe”, concluye tajante antes de pasarle la cerradura a casi un siglo de nuestra Historia, que discurre entre la República Militar y la República de los partidos para no volver, nunca más, ni hacia adelante ni hacia atrás, en las páginas ya leídas o gastadas en un azaroso devenir.
Pero un amago de república militar de utilería sí se nos instala, otra vez, a partir de 1999, por defecto de lo que él también previene y no entiende la última generación política del siglo terminado: «El país que fue actor fundamental en la empresa de la Independencia hispanoamericana, ha llegado a un momento de su historia en que tiene planteado como reto histórico reflexionar sobre las bases de un nuevo acuerdo nacional, más allá de sus mayorías parlamentarias».
Ha muerto nuestra memoria viviente, en un trance, pues, en el que la razón de la fuerza vuelve por las suyas proscribiendo la fuerza de la razón que nos acompaña en momentos de lucidez legendaria: 1811, 1830, 1947, 1961.