El Banco Central de Venezuela acaba de revelar, a mitad de junio, justo cuando las miradas se fijaban con embeleso en los fastos de la inauguración de la Copa Mundial de Fútbol, los índices de inflación correspondientes a los meses de abril y mayo. Lo hizo con notable tardanza. Ahora se entiende por qué.
Son cifras que hablan, o gritan, no de las resultas de una “guerra económica”, de una “inflación inducida”, como trata de desviar vanamente su responsabilidad el Gobierno, sino de un descalabro absoluto en las políticas oficiales, al punto de que ameritan la aplicación, ya no de pañitos calientes, o atenuantes, sino de medidas complejas, serias, que vayan al fondo. Se trata de una crisis estructural y así debe ser tratada.
Aunque se asegura que son datos, además de tardíos, “maquillados”, 23% de inflación en los primeros cinco meses del año no es cualquier cosa. Sólo en abril fue del 5.7%, similar a la de mayo. La inflación anualizada, según el informe del BCV, ha remontado el 60,9%, un monto escandaloso, de vértigo, si se lo compara, por ejemplo, con el 2,8% de inflación que acumuló Perú el año pasado. O el 5,7% de Brasil. El 3,7 de Paraguay. El 2,2 de Chile, repetimos, ¡en un año!
En la región, sólo Venezuela y Argentina presentan niveles tan dramáticos en cuanto a ese “impuesto sin legislación”, como llamara Milton Friedman a la inflación. La nuestra, da vergüenza recordarlo, es la más alta en la América Latina. Y, para colmo, el desequilibrio presenta muchas más aristas, a cual más inquietante. Los desajustes abarcan el sector de las finanzas públicas, el monetario, el cambiario. Tenemos, ahora, un déficit fiscal que ronda el 11,5%, mientras, pese a la opacidad de Pdvsa, se sabe que la producción petrolera se ha desplomado y el precio del dólar se ha multiplicado por 13.
En suma, los venezolanos somos más pobres cada día que pasa. Cada amanecer nos hace más dependientes de lo que se pueda importar. Cuando aquí se necesita algún fruto o bien manufacturado, ya no se dirige la mirada hacia el campo o las fábricas, sino hacia los puertos. No hay que ser un experto para apreciarlo. Cualquier ama de casa lo comprueba de continuo con sólo ir al mercado, y tropezarse con colas kilométricas, anaqueles vacíos y precios prohibitivos. Ni qué hablar de la posibilidad de escoger entre la calidad o precio de un producto u otro. Cada quien se debe resignar a tomar lo que encuentre, cuándo, dónde y cómo lo encuentre.
En tanto, persisten las trabas para la producción. La interrupción en la cadena productiva de muchos bienes y servicios que definen la calidad de vida. Esto ocurre porque los despachos gubernamentales sólo se dedican a correr la arruga, a atender los reclamos de cada sector cuando se tiene el agua al cuello, a reconocer una que otra deficiencia, sin una sincera disposición a rectificar, como ocurre cuando Nicolás Maduro admite que “Sicad II no funciona tan bien como es necesario”. Y hasta ironías crueles, como la que se ha permitido el ministro de Alimentación, Félix Osorio, al declarar que “la gente hace cola para ir a conciertos, pero critica las colas para alimentos”.
Y, ¿qué pretende el ministro, que el público salte de alborozo al verse sometido a prácticas infamantes como la de ser marcados con números en los brazos, tras formar filas de clientes desesperados, que se arrebatan a empellones los artículos, muchas veces a la intemperie, desde la madrugada? ¿Es que piensa acaso el funcionario que el venezolano no tiene más oficio? Pero es que además esa traumática experiencia se repite al buscar materiales de construcción (se desconoce el paradero de las cabillas y el cemento); y, más patético aún, al tratarse medicinas. Se estima que hay en el país un faltante de 50% en el suministro de fármacos. Los insumos y equipos médicos no se han salvado. La deuda de las clínicas con los proveedores sobrepasa los 1.500 millones de dólares. Por otro lado, se anuncia que, a puerta de corral, en cuestión de días el litro de leche costará 25 bolívares y el kilo de carne, 35. Se necesitan tres salarios mínimos para cubrir la canasta básica alimentaria. Y a punto estamos de que los pasajes aéreos internacionales sufran un severo golpe de 500% en sus tarifas. ¿Lo celebramos, señor ministro?