Ya no se trata solamente de que no se procesen las denuncias de la ciudadanía, cuando se lesionan sus derechos.
El drama de la indefensión no se reduce, ahora, a las escasas esperanzas que el venezolano común tiene cifradas, en cuanto a que los órganos judiciales se interesarán en las situaciones de injusticia que sufren, y, menos aún, que actuarán con estricto apego a la normativa legal, para castigar al culpable, sin dilación ni distingos.
El asunto va más allá, y adquiere ribetes ciertamente pavorosos en estos días que corren. Bajo la revolución, antes de que la Fiscalía acabe de recoger los papeles y evidencias que deja, con temor, una representación de las víctimas del uso desmedido de la fuerza por parte de las policías y la GNB, un jefesote militar se siente con derecho a dictar sentencia, exculpar a sus hombres de toda responsabilidad y, para colmo, difama y coloca en el banquillo de los acusados a quienes han padecido las tropelías y, pese a su descreimiento, acuden al despacho oficial a pedir la protección que están obligados a brindar, pero no se atreven.
Es lo que acaba de ocurrir con los vecinos de residencias Tau, Parque Central, Girasoles, Río Lama, Valle Hondo, Altamira, Santa Cecilia, Tabure, Villas Tabure, Los Cardones y Club Hípico Las Trinitarias, en Barquisimeto y Cabudare. Marcharon hasta la sede de la Fiscalía Superior. No eran muchos, es verdad, pero es que hay miedo, y esa es la otra cara de una misma tragedia. Llevaron escritos, fotos, videos, relataron de viva voz su angustia, el trauma sicológico que advierten en los niños. Expusieron en primer término los estragos morales, pero es que también las tanquetas destrozaron portones y garitas. Uniformados que jamás aparecen cuando el hampa asesta sus golpes, como en el terrible caso del atraco al autobús con saldo de ocho muertos, en la vía a Yaritagua, invadieron hogares, a diestra y siniestra. Sembraron el terror, en noches largas, con intimidaciones y ofensas a través de los parlantes de sus máquinas blindadas. Dispararon en
forma indiscriminada y con saña extrema sus perdigones, balas y metras. Dejaron un reguero de huellas del ataque, con perforaciones de alto calibre sobre ventanas y puertas. Dañaron vehículos, vidrieras. Los sofocaron con profusión de gases lacrimógenos, lanzados de continuo hasta el interior de los apartamentos, sin importarles para nada las consecuencias de ese acto salvaje, desproporcionado, ilegal. Irracional.
Pero ya el general César Figueira, comandante de la 14ª Brigada de Infantería Mecanizada, dictó su fallo. ¿Se atreverá el Ministerio Público a contradecirlo? Según él la causante de semejante desmadre fue la comunidad, “los propios delincuentes”. Reincide así en cuanto a lo que hizo con el expediente del saqueo y la quema de las instalaciones de la Universidad Fermín Toro, núcleo de El Ujano, la tarde del 5 de mayo. Más de una hora duró la embestida de una banda violenta, y armada, que obraba con toda tranquilidad, y antes, desde sus motos, había herido de bala a un muchacho, no obstante la gruesa presencia militar y policial en todo el perímetro de la casa de estudios (los bomberos sí tuvieron problemas para pasar). Apenas unas horas después, Figueira decidió que esa monstruosa agresión fue “avalada” por las autoridades de la UFT y los estudiantes.
En ambos sucesos se trata de una ofensa intolerable. Una vejación insolente, cínica, infame. Por tanto, a las voces de repudio que decenas de familias ahogan en sus miedos frente a esa demencia que se expresa con arranques de crueldad desde el poder, desde la fuerza, unimos la nuestra desde estas páginas. No es para eso que la República confía uniformes y armas a sus soldados. La soberanía de la patria, tan invocada, tan arengada, se preserva en otros teatros. Los “enemigos” a derrotar son otros. Definitivamente no es así como se “divisa el honor”, general Figueira.