Esta semana recibimos en la sede de este diario a representantes de organismos de seguridad del estado Lara, quienes nos plantearon aspectos relacionados con el delicado trabajo que realizan, dejándonos serias incógnitas e inquietudes, que como medio de comunicación social estamos obligados a ventilar.
Se trata de la coordinación que debería prevalecer en los distintos cuerpos policiales, tanto de carácter nacional, como estadal o municipal. Es lo deseable, porque eso los reforzaría, proporcionándoles un margen más ancho de aciertos en sus ejecutorias; lastimosamente no es así, en detrimento de la función que están llamados a cumplir.
A la vista de todos están cifras que hablan de los perturbadores niveles de inseguridad que acosan a los venezolanos. Con frecuencia se anuncian planes de seguridad, o de desarme, que se estrellan contra una escalada sangrienta a la cual, créase o no, nos vamos acostumbrando. En el plano local sirve de muestra un dato revelador: esta última semana en la entidad se registró, primero, un triple homicidio, la madrugada del lunes, en Nuevo Barrio; casi simultáneamente otro, doble, en Los Sin Techos; y ayer domingo, para cerrar, en el sector La Zamurera, dentro del cono de seguridad del aeropuerto, la muerte violenta de cuatro personas.
En las páginas de EL IMPULSO se da cuenta, ayer mismo, de una angustia que sacude a los propios policías. El jefe de región del Cicpc ha confesado que recomienda a sus hombres llevar oculta el arma de reglamento, a modo de evitar que los delincuentes los liquiden en las calles para arrebatárselas. Así están las cosas en este reino de la impunidad, donde la vida pareciera valer menos cada día que pasa.
Por eso es indispensable que las policías trabajen en forma combinada, sincronizando sus labores de inteligencia, sus pesquisas y procedimientos. No es eso cuanto se observa en la actualidad. El desorden queda reflejado hasta en lo tocante a los uniformes y asume ribetes más drásticos cuando se instalan alcabalas y puntos de control sin cumplir las normas oficiales, que asientan la obligación de colocar conos, rótulos con el logotipo de la institución que lleva a efecto el operativo. Los funcionarios deben estar identificados con sus placas y cascos numerados, y, además, precedidos por luces de prevención, de modo suficientemente visible.
La realidad es otra, muy distinta. La ciudadanía en lugar de sentirse protegida, acusa temor, aprehensión, y esa es una señal clara de que una de las primeras tareas pendientes es el rescate de la confianza en la policía. Su prestigio. Hay otras desviaciones perniciosas, como el llamado matraqueo, el cobro de vacuna para dejar pasar alguna mercancía debidamente permisada. O el “para los refrescos”, cuando alguien comete una infracción de tránsito.
Hay, aparte de eso, duplicidad de funciones y hasta colisión en las competencias de los cuerpos policiales, y entre éstos y el estamento militar. El director de Seguridad y Orden Público de la Gobernación, Edilberto León, nos comentó que cuando la GNB produce ataques en las urbanizaciones, como ha ocurrido en Barquisimeto, ellos se repliegan. No pueden “invadir” su espacio. Y si son los grupos civiles armados, y violentos, los que hacen de las suyas, como ocurrió en la UFT, los agentes también se eximen de intervenir, por temor a ser pasados a la fiscalía del Ministerio Público.
La policía, toda policía, debe ser un cuerpo eminentemente profesional, ajeno a la diatriba política. No es posible que en cada estado o municipio la actuación de la policía dependa de si la Gobernación o la Alcaldía están identificadas con el Gobierno nacional o con la oposición. La inseguridad no tiene color, ni ideología. Es un drama que nos conmueve a todos por igual, y así debe ser tratado, como un asunto de Estado, si es que se quiere, algún día, estructurar una institución policial preparada para ser un instrumento cierto de salvaguarda y justicia. Para que las comunidades no se sientan tentadas a aplicar la ley por sus propias manos, como acaba de ocurrir en Sarare con el muchacho que intentó robar una motocicleta y fue rociado con gasolina, golpeado por la multitud y arrastrado por todo el pueblo, atado a la misma máquina de la cual quiso apropiarse.