“Sólo quiero que me oigas”, me susurró la voz, del otro lado del hilo telefónico.
Con Dilcia, mi secretaria, me había dejado su número dos días atrás, en la esperanza de que la llamara, “cuanto antes”, especificó. A la compañera de la redacción ya le había adelantado su lacerante ruego: “Sólo quiero que me oiga”.
La mujer vive en una ciudad cualquiera del estado Lara. Es hermana de un viejo amigo, de los idos tiempos de mi juventud. Leer la última Campana, el domingo pasado, revivió en ella el remoto vínculo, atizó las brasas del recuerdo.
Me confió, tras un rodeo extraño, inasible, su angustia. Hablaba como hablaría quien unos segundos después ya no estará más. Su presente era una débil sombra agujereada. Quizá ya sólo era un espejismo. A ratos no alcanzaba a entenderla, a seguir el sentido exacto de sus frases. Aludía al país, al “desastre que tenemos por castigo, sin que reaccionemos”, se deshacía en maldiciones, enumeraba las pastillas que sujetan sus nervios, ya ajenos a su personalidad; y destilaba, toda ella, un cansancio hondo y gris. Una agotada postura de entrega. Hasta que soltó aquello que la atragantaba: “Estoy pensando en suicidarme”.
Yo, por mi parte, le hablé como puede consolar el más cercano de los seres, a aquella voz fatigada, a aquel impreciso rostro que apenas logro reconstruir en la memoria. Le hablé durante una hora, más o menos, a un ser al que sentía columpiarse al borde de un abismo existencial. La cubrí con el sermón que le habría dado un religioso, reuní las palabras que tendría para ella el amigo llamado a una última hora, el confidente de improviso, hasta arrancarle, en lucha cuerpo a cuerpo con sus tristezas y desamparos, una promesa solemne: La de espantar con sus manos, con su abatido espíritu y con cuanto aún queda en pie de su fe cristiana, la intención de quitarse la vida. “Ofenderías a Dios”, quise estremecerla.
Le dije que la pesadilla ha sido más larga de lo esperado, pero que no está permitido perder la esperanza ni abandonar la lucha por conquistar una patria que lo sea de todos. Un país donde cada quien tenga licencia para soñar su propio sueño y cometer sus propias torpezas. Le resalté, con sinceridad, la valentía y sacrificio de tantos. Le hablé de los padres cuyos hijos se han ido al sacrificio, sin prometer que volverán. Le recomendé leer libros. Le cité algunos títulos de cuentos. “Debes alimentar al alma, amarte, y hacer el bien a otros. Tienes una misión”.
Apelando a cuanto argumento encontrara a mano, también la aconsejé oír música clásica, sin que eso signifique, le aclaré, desconectarse del país, ni volverse indiferente. “¿Cómo voy a oír música. ¿No ves que eso sería traicionar la causa?”, me atajó, esta vez con seco desdén. Como si la hubiese ofendido en su honor. En su derrotado honor.
Me ha costado superar la dura impresión de esa conversa. Su áspero eco me habrá de perseguir quién sabe por cuanto tiempo. La imagen que tengo ahora es que vamos caminando, dispersos, por un campo tachonado de minas en el que de repente unos saltan por los aires como piltrafas mutiladas; a otros los vemos caer fulminados, de un lado y del otro, tras ser alcanzados por las balas; y no pocos desfallecen, muertos en vida, acuchillados por la desesperanza, la impotencia, por esta ira que nos hace maldecir y saca de nuestro ser los instintos más oscuros e impensados. ¿Cómo llegamos hasta aquí? ¿Como fue que acabamos convertidos en esto? Vivimos, ya, sin plan de vida. Sin agenda. Víctimas todos de las ráfagas que a deshora nos disparan desde el poder, con la intención de enfermarnos, y disociarnos, con tal de permanecer, ellos, pertrechados en sus puestos. Saciados en sus dorados escondrijos. Arrellanados en sus groseros privilegios.
Zafarse de una atmósfera que vicia con tanta rudeza es imposible. Taladra cada suspiro. Son pocas las familias que no arrastran una historia, un trágico episodio de esos que marcan un antes y un después, hasta devaluarnos como seres humanos, y como sociedad, y reducen nuestros días a un desgastante inventario de decepciones y recelos. Miserable casualidad. Justo mientras emborrono estas líneas, recibo en mi celular un mensaje de texto. Leo que se necesita con urgencia un medicamento para ser administrado a un estudiante herido en las protestas de la urbanización Los Cardones, de Barquisimeto. Una metra contaminada con heces le perforó el tobillo y corre el riesgo de ser amputado.
Las imágenes van pasando, como en un diabólico caleidoscopio. Una estudiante, de unos 20 años, fue golpeada por militares, arrestada, hospitalizada y esposada a su cama. Rodrigo Diamanti, un defensor de los derechos humanos de Un mundo sin mordaza, ONG con presencia en 20 países, es puesto preso como si se tratara de un peligroso criminal, en Maiquetía, sin que pesara sobre él una orden de captura ni prohibición de salida del país, y le imputan cargos penales. Aquí en Barquisimeto, el politólogo Gaetano Costa, un hombre noble hasta tanto se pruebe lo contrario, es detenido, incomunicado y sometido a tratos crueles, que le dejaron marcas visibles en el cuerpo. En la Base Aérea los alumnos de un colegio local son incitados por un instructor militar, a repetir esta estrofa: “Quiero bañarme/ en una piscina/ llena de sangre/ de sangre gringa”. Decenas de estudiantes han sido obligados a firmar papeles en los cuales dan fe de haber recibido un trato digno, pero después de que los presentan en fiscalía los muelen a golpes en orgía de sádicas ofensas. Esta semana el Gobierno decidió que se suspendía el diálogo de paz con la MUD. Total, no hay apuro. ¿Simonovis?, que espere. La audiencia de Leopoldo López, también. “No hay despacho”, advierten, luego de haberlo trasladado desde la cárcel militar de Ramo Verde. Otra forma de torturar. Los jóvenes que hacen “terrorismo” apostados en campamentos cerca de la ONU, en Caracas, son sorprendidos y sembrados con drogas, dólares y armas, de madrugada, sin más testigos que las arteras cámaras de VTV. Para celebrarlo, un ministro cuelga en su cuenta de Twitter: “Gas del bueno para todos los chukys de Altamira”.
A todos nos toca alguna ración de dolor. Esta semana una hija me anunció su decisión de irse al exterior. Me avergüenza decir que no me entristecí. El argumento es demasiado poderoso: Tiene un hijo pequeño y desea que dé sus primeros pasos en prados de libertad, sin que su mente sea embutida con doctrinas mediocres y desalmadas. Ella me dice que cuando su esposo le transmitió la nueva a los suyos, saltaron de alegría. La euforia que produce la liberación.
Es un fenómeno que descapitaliza de talento a Venezuela y desintegra a miles de familias. Después me enteré que, en estos instantes, 1.200.000 venezolanos altamente calificados trabajan en el exterior. Iván de la Vega, sociólogo de la USB, lo bautizó como la “diáspora intelectual”. 18.000 técnicos petroleros despedidos de Pdvsa están dispersos en 32 países. En Estados Unidos, uno de cada cinco venezolanos que en 2010 obtuvieron residencia, son profesionales altamente calificados.
Perdone el lector la digresión personal, pero todos necesitamos terapia. “Sólo quiero que me oigas”.