Ojalá estemos equivocados, pero teníamos, y sostenemos, fundadas dudas respecto a las posibilidades de que el diálogo entre el Gobierno y la Mesa de la Unidad Democrática conduzca en algo sustancial, y permanente, a superar la crisis por la cual atraviesa el país.
No se trata de descartar la institución del diálogo como mecanismo para resolver los conflictos. Está claro que es mejor dialogar que matarse en las calles. Dialogar nos aleja de lo primitivo, es un ejercicio inmanente a la política, y no supone claudicación en cuanto a los principios. Eso es verdad. Pero este incendio no se apagará con cuentos. Para que el diálogo sea fructífero, y creíble, debe estar adornado de ciertas condiciones insustituibles. Algunas de esas condiciones fueron asomadas por ambas partes, antes de sentarse a conversar. Gobierno y MUD pedían para sí, “reconocimiento”. Y, sin duda, el reconocimiento más caro era al que aspiraba Nicolás Maduro. Él quería ver sellada su legitimidad como Presidente. Del simple y nada formal trato de “Nicolás” que recibió en aquella cadena cercana a su discutida, y discutible, elección, esta vez cuando se dirigían a él anteponían el anhelado título de “señor Presidente”.
Volviendo a las condiciones ideales para el diálogo, la Iglesia, ducha también en esos terrenos mundanos de la política y la diplomacia, asomó la necesidad de que el encuentro fuese “sincero”. Es un asunto moral, abstracto, ciertamente difícil de imponer al contrario en cualquier negociación, y eso es en el fondo el diálogo: una negociación en la cual cada quien trata de salir mejor librado, con mayor ganancia en sus alforjas, al menor precio. Hablemos entonces no de sinceridad sino de efectividad, de hechos, de resultados concretos. Henrique Capriles advirtió que casi todas las medidas propuestas dependían de la voluntad política del Presidente. La suerte del diálogo estaba en sus manos. Y si no había rectificación, el diálogo estaba condenado al fracaso.
Y, ¿en qué se ha avanzado? La MUD concentró sus peticiones en cuatro puntos: Primero, una Ley de Amnistía. Segundo, una Comisión de la Verdad, independiente. Tercero, una renovación equilibrada de los Poderes Públicos (CNE, TSJ). Cuarto, desmovilización y desarme de los “colectivos”.
Cuando se le quiere ver el lado amable al asunto, y desmentir a los “radicales” que poco esperan (esperamos) del diálogo, se aduce que el Gobierno no quería dialogar y tuvo que hacerlo. Además, que no aceptaba una mediación internacional, y debió ceder. Tal premisa no puede ocultar que el diálogo fue forzado por la protesta de los estudiantes, es decir, mediante la “violencia” de la cual muchas voces se apresuran a desmarcarse. Si estamos en presencia de alguna conquista, se debe a los muchachos. Además, por supuesto, al sacrificio de Leopoldo López y María Corina Machado. Y al coraje de Antonio Ledezma, quien ha dicho por estos días: “Más me preocupa perder la democracia, que dejar la alcaldía”.
Por eso cuando Henry Ramos Allup con su verbo demoledor insinúa, como algo sospechoso, que entre las víctimas de las protestas no figuran los líderes políticos que las han prohijado, incurre en una imprecisión, en una injusticia. No están bañados en sangre, sí, pero los han rociado de abusos e ilegalidades monstruosas. Entre las caras visibles de la tesis de “la salida” uno está preso, es decir, pagó con su libertad por el tiempo que al régimen le convenga mantenerlo fuera del juego. Otra, perdió su curul, en la forma más abyecta, con más ruido y solidaridad fuera del país, por cierto. Hay, encima, dos alcaldes destituidos de sus cargos, y aislados en una cárcel militar. En el caso de Daniel Ceballos el CNE formalizó el anuncio de nuevas elecciones en San Cristóbal antes de que se publicara la sentencia del TSJ que declaraba la falta absoluta del alcalde. Es decir, ilesos no han salido.
De las cuatro “condiciones” desplegadas en la mesa de diálogo por la MUD, apenas sobrevive una, y bastante maltrecha. Amnistía no habrá. Lejos de que la palabra perdón encuentre acomodo en labios de los cancerberos, sobre cuanto queda de la consumida y fantasmal silueta del comisario Iván Simonovis han sido lanzados nuevos baldes de humillación e impiedad. La Comisión de la Verdad acaso podría ser ampliada, pero nada indica, Diosdado mediante, que podría alcanzar a ser autónoma, justa, esclarecedora. En cuanto al desarme de los colectivos, la defensa a ultranza de estos grupos parapoliciales por parte de Maduro no deja lugar a equívocos: “Yo les doy garantías de que esos colectivos lo que están haciendo es trabajar, producir, organopónicos, cultura”.
Es posible que la oposición alcance a colgar algún nombre en el próximo directorio del CNE, y uno que otro en el “nuevo” elenco de magistrados del TSJ. Y, ¿qué se resuelve con eso? La podredumbre de esos cuerpos clausurados no se remedia con ilusionismo cosmético. Es cuestión de propósito, no de disimulos. No veremos al poder desprendiéndose mansamente de sus privilegios e impunidades en conversatorios. Más puede la presión social de un pueblo sacado de su engaño, movido con fe en la promesa de que el bienestar y la libertad son compatibles. Si acaso al Gobierno le convendrá que en el CNE o en el TSJ se cuelen algunas caras olorosas a oposición, para guardar las apariencias, sólo eso.
No son suposiciones. Ya hay precedentes de todo esto. ¿Qué nos quedó de los acuerdos del 23 de mayo de 2003, a los que llegó la Mesa de Negociación tutelada por la OEA? ¿Se recuerdan de César Gaviria? Todos jurábamos que su estudiada inutilidad era insuperable, pero apareció José Miguel Insulza. Pues bien, el Gobierno se comprometió, aquella vez, con la Coordinadora Democrática, a nombrar una Comisión de la Verdad que iluminara los confusos y sangrientos sucesos de abril de 2002. Se habló de sentar las bases de la tolerancia, recomponer el Estado de Derecho, posibilitar la independencia de los poderes, poner fin a la represión arbitraria, en fin, abrirle espacios a la paz.
Ahora, mientras se dialoga, la represión no sólo no ha cesado. Adopta un cariz aun menos democrático. En una Mérida militarizada, la GNB “aplasta al fascismo”. Ya no sólo es la desalmada represalia contra los jóvenes y sus familias. También arremeten contra las clínicas en que son curadas sus heridas, contra los vecinos que se arriesgan a protegerlos cuando son perseguidos, y, ahora, contra los defensores de los derechos humanos. El Foro Penal Venezolano se ha quejado de que les están armando expedientes.
Otras dos sonoras bofetadas han sido infligidas al diálogo por la revolución, mientras dialoga. Por un lado, se echó a andar la “consulta nacional” que acogerá los postulados del Plan de la Patria en materia educativa. Mientras allá se habla, a puerta cerrada, de los temas que, supuestamente, evitarán que nos matemos en las calles, están a punto de coronar el sueño de ponerle la mano a la frágil conciencia de nuestros niños, para mellar su espíritu crítico. Buscan arrebatarles a los padres su responsabilidad primera en la escogencia de la educación que recibirán sus hijos. Todo con miras a sembrar la semilla de una ideología única, socialista, excluyente, desde el aula escolar. ¿Puede haber violencia más depravada?
Inmersos, todavía, en este letargo, quién sabe cuánto tiempo tardaremos en enterarnos de que ya la protesta en la calle sólo es lícita si tiene autorización, porque el TSJ reescribió la Constitución. No hay que ser muy inteligentes para vaticinar que los alcaldes oficialistas no concederán permiso, como ya ocurre, a marchas de la oposición, y los alcaldes no rojos que se muestren tolerantes tendrán allí a la mano, para verse mejor, los espejos de Enzo Scarano y Daniel Ceballos (ya ese temor es evidente, sin mirar muy lejos). Eso a pesar de que la Constitución garantiza el derecho a manifestar y sólo habla del requisito de “participar” la realización de protestas “con 24 horas de anticipación cuando menos”.
De manera que dialogar con el Gobierno quizá sea bueno. Pero escuchar la atroz desesperanza y las voces enronquecidas de una sociedad postrada, escarnecida y humillada, es más urgente y útil todavía. En fin de cuentas dos monólogos, separados y sordos, no construirán jamás un diálogo verdadero.