Concluido el “conversatorio” de Miraflores, entre el gobierno y los partidos de la oposición integrantes de la MUD, en aras de la objetividad – difícil de sostener en las actuales circunstancias – cabe decir que un tanto se anotaron a su favor las víctimas de la censura oficial, los afectados por la hegemonía comunicacional de Estado implantada en Venezuela.
Quienes sufren las consecuencias de la deliberada quiebra fiscal, económica y social del país, luego de tres lustros de francachela revolucionaria y simulaciones en cadena, algo de sus voces han trascendido. Los chavistas, quienes por temor o lealtad no hablan, y quienes pueden hacerlo pero carecen de medios independientes o de amplia cobertura para hacer valer sus opiniones, contaron ayer con algunas horas de desahogo.
La opinión pública ha gozado de un momento y cuadro excepcionales, que les permitirá despejar reservas, ajustar criterios, y mejor amalgamarse sobre la realidad que nos cuece a fuego alto.
Es secundario que el gobierno de Nicolás Maduro, que lleva la procesión por dentro y- salvo que esté desquiciado–sabe del mal que le mantiene en agonía, haya escuchado, ante la mirada del país y el extranjero, verdades que lo desnudan y ha ocultado tras una propaganda revanchista y la ofensa sistemática de sus adversarios.
Como le ocurre a todo gobierno que dura mucho, el actual se recreó en el pasado durante el conversatorio. Al paso, otra vez reescribió la historia. Los representantes de la MUD, en su mayoría, situaron la cuestión del presente – lo hizo pedagógicamente Ramón Guillermo Aveledo – y la describieron hasta mostrarnos el penoso porvenir que nos espera si el diálogo planteado, hecho promesa, no se realiza o da buenos frutos.
Henrique Capriles, cabe subrayarlo, en descarnada exposición, concreta y sin rodeos, puso el énfasis sobre las causas sociales e institucionales que bullen por debajo de la protesta, atizando las frustraciones y la violencia desatadas y en crecimiento. Al paso desordenó las piezas del tablero o escenario cuidadosamente predispuesto para el conversatorio y celoso cuidado de la imagen oficial.
Maduro quiso mostrarse como el árbitro o moderador del juego, ajeno a la represión de Estado y las violaciones de derechos humanos que lo tienen como primer responsable y al drama de las dos partes en que se encuentra fracturada Venezuela. Situado en el medio habló por horas, dándole ventaja a los de su equipo, que al igual que los visitantes podían hablar sólo 10 minutos. Pero le bastaron a Capriles. Le trató como a un par y le recordó que sigue en el poder por el control total que ejerce sobre los poderes públicos.
Sea lo que fuere, más allá del señalado conversatorio, dos cuestiones hipotecan o gravan el diálogo planteado y sus esperados resultados. Una es la revelada con honestidad por Capriles, o sea, el divorcio entre las circunstancias de los sentados alrededor de la mesa y la Venezuela que medra más allá de la Casona de Misia Jacinta, la suma de las víctimas de la realidad nacional imperante y en curso, quienes con escepticismo los observaban. De modo que, la primera enseñanza no se hace esperar. Si esa dirigente no interpreta cabalmente al país, el país se les va de las manos y sus representaciones quedarán hechas añicos.
La siguiente cuestión puesta sobre la mesa de modo unánime por el propio gobierno, es, a fin de cuentas, la de fondo, sin demeritar la urgencia e importancia de la anterior, a saber, que chocan dos modelos antagónicos y conceptualmente irreconciliables. En hipótesis negada, ello obligaría a reformulaciones que hagan posible la síntesis, la creación de un espacio común. Roberto Enríquez, de Copei, fue lapidario: “Se encuentra roto el pacto social y constitucional de Venezuela”. A la sazón el mismo gobierno fue tozudo, repitiendo que no dará marcha atrás con su Socialismo del siglo XXI, esperando de la oposición únicamente su reconocimiento.
He aquí, pues, el dilema. Unos dirigentes sueñan con una Venezuela dentro de la horma marxista, quizás de estirpe gramsciana– como lo apunta Henry Ramos Allup – pero hegemónica culturalmente, de suyo excluyente, donde el poder del Estado se desplaza mudando en poder de los “colectivos” y siendo extraña a la Constitución y la democracia. Los otros repiten el catecismo democrático libertario, afirman creer en el pluralismo, dicen creer en la iniciativa personal tanto como señalan defender la existencia de un Estado facilitador o promotor y garante de los derechos y finalidades de la sociedad civil. El caso es que para los demócratas verdaderos, ajenos al clientelismo, todo diálogo tiene como límite a la misma democracia y sus valores éticos, innegociables.