“Las garzas en las tardes con múltiples colores, a mi dorado sueño le dan inspiración. Por eso tierra ardiente, bajo tu sacro suelo que descansen mis restos cuando vuele hacia Dios” (Getulio Vargas B.)
Simón Díaz pertenece a la brillante luz de la lira musical venezolana. Como palma de moriche en la llanura sus coplas y tonadas retoñarán por siempre. Sobre el pentagrama nacional quedan sus creaciones y su nombre estampado en las páginas de la historia.
Como su Caballo viejo Simón no morirá jamás. A pesar de su ocaso limitante, aprovechó hasta el final sus últimas potencias, sus últimos alientos y alegrías. Caballo Viejo es la canción que llegó a sacudir el alma y puso a pensar a más de uno. En ella recuerda la importancia de vivir plenamente contento, hasta que nos sumerja en sus fríos el ocaso. Simón no morirá mientras alumbre al mundo el lucero de la mañana, mientras vuelen las palomas midiendo el aire con su vuelo, no morirá mientras cante un gallo en la llanura, rompa con su canto el silencio en la madrugada y en el cielo se vayan disolviendo los luceros, no morirá mientras la algarabía de los grillos se beba el cielo noche a noche, ni morirá mientras exista una sola gota de esperanza.
El espíritu de esta gloria de la música venezolana queda enraizado en los huéspedes cantores de su inspiración, en la flor de araguaney y en la miel donde hacen eco sus canciones. Triste se ha quedado la llanura, esperando al cabestrero que no volverá con su ramillete de tonadas.
Simón Díaz fue un hombre de fe y convicción cristiana, supo ganarse la admiración, el reconocimiento y cariño de la nación y del mundo. Sus canciones se inspiraron en sucesos de carácter popular, en los paisajes, los animales, las personas y las cosas sencillas, se mezcló con el pueblo, interpretó sus sueños, dio vida a sus creencias, a sus tabúes y a sus hazañas. Introdujo en su música el murmullo del río, el suspiro de las auras, el vuelo de las aves, los afanes de natura, la ternura, tentaciones y deseos del hombre, sobre el agua ilusoria de la fuente acarició la estrella vespertina, en sus paseos por el río vio a la grieta verter sus propias lágrimas, se embarcó en mil crepúsculos, disfrutó el florecer de las estrellas en cada charco. Entregó sus estrellas al mundo hasta quedarse exhausto. Alboradas, querencias y paisajes lo recordarán desde la letra y música en que los puso. Fue él quien dio vida a todo aquello que mucho tiempo esperó a la vera del olvido…
Se le acabó el tiempo y se fue como se van del mundo los grandes, dejando sus leyendas y sus glorias; se fue hacia el cielo a lento galope, como Caballo Viejo con su pasito apurado, llevándose los ecos de la tierra, del corazón sus raíces y de la brisa mañanera el retumbar de todas sus tonadas.
Se fue rumbo a las sabanas del cielo. Duerme en paz engalanada su sepultura con hojas de moriche, aromáticos mastrantos, y reverdecidos guamachitos cuyos blancos estandartes se yerguen orgullosos allá en el camposanto.
[email protected]