Mañana dispensarás, amorosa Madre, una nueva visita a Barquisimeto, como lo haces, en creciente expresión de fe, desde 1856.
Es el día en que, año tras año, desde hace 158 ya, los habitantes de Santa Rosa, esa comarca fundada con indios gayones traídos desde Araure, se sobrecogen al verte partir, en procesión; y, de este otro lado, al propio tiempo, se colma de emoción una muchedumbre que, en incontenible muestra de fervor, te acompaña en tu místico camino hacia la Catedral.
Serena y generosa Pastora de Almas, a tu imagen sagrada se dirigen las miradas risueñas, por ti resuenan en íntimo alborozo los corazones agradecidos de tantas almas, ante la gracia de cada milagro que concedes. Pero también suspiran y claman por ti los gritos desesperados de todos quienes se ven azotados por la aflicción, los pobres en espíritu, los que en su humildad se acercan a tu gloria y se bañan en ella. Aquellos que lloran, conforme a las bienaventuranzas predicadas por tu hijo Jesús, a sus discípulos, en el memorable Sermón de la Montaña.
Tu sola presencia consuela, dulce Madre. Te aposentaste en Santa Rosa del Cerrito cuando en los pliegues de una patria por hacer tardaban en cicatrizar las telúricas mutilaciones del terremoto de 1812. Éramos (y lo somos aún) una nación inestable, que había quedado diezmada tras las batallas en pos de la Independencia, una verdadera guerra civil según la visión de muchos historiadores; así como por el fragor de las banderías políticas, las luchas intestinas, en cuyo rescoldo fue asesinado un gobernador de la Provincia de Barquisimeto, el caroreño Martín María Aguinagalde, en julio de 1854. Un año después sobrevino la terrible epidemia del cólera. Fue cuando el padre Macario Yépez, en jornada de penitencia, se ofrece en sacrificio, como víctima propiciatoria.
Estarás con y entre nosotros, hasta el sábado 12 de abril, cuando habrás recorrido todas las parroquias eclesiásticas de la ciudad, y regresarás, consecuente, a tu morada insustituible. Apelamos a tu inmenso amor, para pedirte que así como prodigaste cuidados sobre tu hijo, el Cordero de Dios, derrames, sin excepción, tu amor infinito a favor de todos los venezolanos, tan necesitados como estamos de tu misericordia, de la paz y la mansedumbre que manan de ti.
Ayúdanos, Madre, a vivir en la piedad que nos enseña el libro de Timoteo, para ser agradables, así, al Señor, y dignos de sus promesas. Rescátanos de nuestras tribulaciones actuales. Extiende tu mano, al igual que el Todopoderoso lo hizo para salvar a los israelitas cuando eran perseguidos por el Faraón y el mortal estrépito de sus caballos. Abre a nuestros pies el Mar Rojo. Muéstranos la cesta en que, echado al río, fue protegido Moisés del decreto que aseguraba la muerte de todos los varones descendientes de José. Haz que valoremos la vida que el Creador nos ha dado, y sólo a Él pertenece. Reconcílianos con la palabra, con la oración y con la fe. Destierra de entre estos y aquellos la cultura de la muerte, el pregón del odio, esta siniestra ideología del cinismo, la ciega división y el no reconocimiento del otro. Inaugura los esplendores de la reconciliación, la siembra en tierra fértil de los valores de la piedad y el perdón, más valiosos incluso que la propia tolerancia. Asístenos, hasta ser guiados por el Espíritu Santo, como Ananías lo fue. Infúndele modestia y sensatez al poderoso y entendimiento y dignidad al débil, para que los primeros encuentren sujeción y límites a sus ultrajes, y los últimos logren, al fin, librarse de sus cadenas y opresiones.
Ilumínanos, santísima Virgen. Impúlsanos a salir de las tinieblas de la incertidumbre y la desesperanza. Alcánzanos el papel en que debe ser impresa, sin dilación ni torceduras, la verdad, ésa que tu Hijo dijo nos hará libres. Dispénsanos la sabiduría, y la tinta, y la hoja en la cual ha de quedar expuesta con toda su saña una injusticia que se pretende perpetuar.
Postrados a tus pies, os lo imploramos, solícitos y creyentes. Somos tus siervos. De eso da fe una cita mariana que arriba a sus 110 años. ¡Bendícenos, Madre!