La codicia rompe el saco

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De Miguel de Cervantes Saavedra, en el ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, a 404 años de su publicación y en vísperas del día de la lengua española «Yo salí de mi tierra y dejé hijos y mujer por venir a servir a vuestra merced, creyendo valer más, y no menos; pero como la cudicia rompe el saco, a mí me ha rasgado mis esperanzas”.
La riqueza de la literatura española, no solo permite vivenciar en la lectura los escenarios donde se desarrollan, sino que nos facilita extrapolar de la experiencia reflejada la realidad que se repite a través de los tiempos, en los refranes que esbozan la naturaleza humana y sus debilidades.
En Don Quijote, se afirma en el lenguaje de la época, que “como la cudicia rompe el saco a mi me ha rasgado las esperanzas”.
Con notable hidalguía el Quijote tenía certeza de su valía y dejó todo cuanto tenía para entregarse a una empresa de grande envergadura, pero se percató que entre su coste y el que encontró, la diferencia había rasgado sus esperanzas.
Las esperanzas de los hombres se ven rasgadas, no solo por las vicisitudes a que están expuestas, sino también por defectos manifiestos en los pecados capitales: lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia; cuando ellos se apoderan del corazón de los seres humanos en perjuicio de sus congéneres.
El refrán evocado por el Quijote, fue y es conocido “como la avaricia rompe el saco” y este pecado capital “codicia o avaricia”, no da tregua a la tranquilidad del alma, cuando se conjura con la envidia para despojar a otro de lo que le pertenece,
Cualquier Quijote que se haya partido el lomo a lo largo de su vida, para hacerse de los bienes necesarios que pudieran garantizarle una vejez sin aflicciones, o el alivio de las enfermedades de la edad, ve rasgadas sus esperanzas, cuando su mujer y sus hijos en un conciliábulo emprenden y ejecutan toda la maquinación precisa para quedarse con el patrimonio de quien aún no ha muerto, pero que han dado por sepultado, cuando las garras de la codicia se apodera de sus corazones, en el convencimiento de que es mejor no esperar la muerte del infortunado.
Dijo Joseph Conrad que “No hay credulidad tan ansiosa y ciega como la credulidad de la codicia, que es, en su medida universal, la miseria moral y la indigencia intelectual de la humanidad”.

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