Caminito que un día
En la década de los cincuenta no carecíamos de excelentes libros como los de la biblioteca del liceo “Lisandro Alvarado”; bien surtida y mejor organizada bajo la dirección de la profesora de Benasar, la biblioteca pública de cuyos hieráticos directores nunca conocí sus nombres aunque uno de ellos fue, en una época Hermann Garmendia. Ambas bibliotecas eran de estantería abierta y en ella se consultaban tanto libros como periódicos y revistas.
Leíamos mucho pero también frecuentábamos el cine y no perdíamos ninguna presentación artística en el Juares: teatro, danza, ballet, conciertos de orquestas y conjuntos corales que los había excelentes, especialmente el del Liceo “Lisandro Alvarado” dirigido por el profesor Napoleón Sánchez Duque y del cual eran miembros Rubén Monasterios, Alejandro Pazos, Alí Rodríguez Araque, Leonel Rojas, Orlando Gravina, Adrián Lucena…
Con ese bagaje cultural justificábamos nuestras reuniones de los viernes en el bar “Mi Café” a donde acudíamos todos los viernes a partir de las cinco de la tarde con la única condición de colaborar con un “cachete”, un fuerte, cinco bolívares mínimo, pero gente como Joseíto Furiati, Ramón Ballesteros (q.e.p.d.), Leonel Rojas (q.e.p.d.), Orlando Gravina, Rubén Monasterios y algunos otros, aportaban mayor cantidad.
Cómo fue que llegamos a aquel acogedor sitio, no lo recuerdo. Los viernes al atardecer, tomábamos posesión del gran mesón colocado al fondo del patio de “Mi Café”, en un fresco comedor dotado de baño y allí permanecíamos generalmente hasta las dos de la madrugada.
En su libro autobiográfico Chuano el ahora Dr. y profesor Alejandro Pazos, recuerda este lugar en los siguientes términos:
“Los Viernes Literarios eran en realidad una parranda todas las semanas en el Bar “Mi Café”, en la carrera 21 con calle 17. Costaba la botella de ron servida, con todas las Pepsi Colas y el hielo que se quisiera, veinte bolívares. Se comenzaba a las cuatro de la tarde y el dueño nos corría a las dos de la madrugada”.
Luego menciona a algunos de quienes éramos más asiduos a esta “peña” y algunas anécdotas como la costumbre de Gravina de desechar todo lo que hubiera bebido, lavarse la cara, mojarse y peinarse el pelo y seguir campante, la ingesta etílica; o la manera subrepticia como Alejandro Pazos nos proveía de arepas y carne mechada que distraía, no sabemos cómo, de la cocina.
Por esas tenidas “literarias” a Ramón Ballesteros, que no faltaba a ninguna de ellas y las aprovechaba al máximo, estuvo a punto de ser expulsado de las filas de Acción Democrática que, en la clandestinidad, lo comisionó para ganarnos como militantes de dicha tolda política y fortalecer con nosotros sus filas, muy golpeadas hacia 1955-56, pero Ballesteros en lugar de captarnos, terminó siendo uno de los más consecuentes militantes de nuestros “Viernes Literarios”.
En el grupo viernistas, se identificaban subgrupos. Uno estaba formado por Rubén Monasterios, Alí Rodríguez Araque y Leonel Rojas. Después que éramos literalmente echados del bar, ellos llegaban a la Avenida Vargas, se subían a su isla y agarrados a un poste, imaginaban que toda la avenida era un océano de heces humanas y allí permanecían evitando una caída a la asquerosa masa que ellos imaginaban rodearlos. Ebrios náufragos, se sostenían hasta que el sueño y el cansancio, los rendía y de mutuo acuerdo hacían desaparecer el “mar” y cada quien se iba a su casa: Alí y Leonel, bajaban por la veinte. Leonel se quedaba en su casa, situada entre 12 y 13 y Alí seguía por la 12 hasta la suya situada ya en la cuesta del río. Rubén Monasterios, se iba solo por la Vargas hasta la Urbanización La Concordia donde vivía.
Los demás no sé cómo o por dónde se iban.
Yo, subía por la 20 hasta la calle 43, cruzaba hacia el Parque Ayacucho y de ahí tomaba la carrera 13, pasaba por la tenebrosa cárcel modelo, y luego, ya sobre la 48, atravesaba siempre por la 13 los bares de Caja de Agua, hasta la calle 54, en cuyo callejón 12, vivía. Era una larga caminata madrugadora desde la calle 17 con 21 hasta la 54. A veces salían perros y tenía que defenderme de sus mordidas. Muchas veces, después del Parque Ayacucho, caminé dormido seguramente, porque al otro día no recordaba cómo había llegado a casa a cuya puerta me esperaba “Pantera”, nuestro fiel perro, que entraba entonces como yo y se iba al patio a descansar de su prolongada vigilia.
Hace poco conocí a Andrés Pipo Aguilar, quien me confirmó que el Bar “Mi Café” estaba en la carrera 21 con calle 17, esquina suroeste, (averigüé el número de la casa que era el 72) cosa que sabe bien porque sus propietarios fueron Pascual Azuaje e Hilda Viscaya de Azuaje, tía suya esta última y me dijo que hijos de este matrimonio fueron Marina, Yolanda, Pascual y Arnaldo y que el bar les perteneció hasta 1957 cuando lo vendieron a un señor nativo de Trujillo llamado Adelino que antes había sido dueño de un restaurant de nombre “La Andina”, ubicado en la misma carrera 21 pero entre calles 34 y 35.
El matrimonio inventó, según Pipo, un plato que ahora es famoso en la gastronomía típica: la tostada barquisimetana: arepa frita empanada con mortadela, queso y marrano frito y un poco de caraotas negras, adornada con lechuga y tomates. Es la tostada original que después se le ha dado variedades al gusto del cocinero o de los consumidores. ¡Qué tiempos, hermanos!
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